Marzo, el mes de monseñor Romero-I

Un año más estamos en marzo, mes en el que conmemoramos la vida y muerte martirial de monseñor Romero. De las diversas facetas de su persona –salvadoreño, amante de su país, sacerdote, eclesiástico, pastor- resaltaré hoy dos: la persona caritativa que siempre fue y el profeta que Dios le hizo.

Óscar Romero fue desde su infancia un hombre caritativo: atendió a las necesidades básicas de sus compatriotas, sobre todo de los pobres concretos con los que se cruzaba; dio alimento, cobijo y vestido a quien se lo pidió, a quien encontró necesitado de ello. En sus primeros tiempos no cuestionó qué motivaba la pobreza, pero siempre fue sensible a la misma, ejercitó la caridad cristiana –hay quien se avergüenza de ese término ahora, aun cuando es una virtud cristiana fundamental-, y eso le legitimó para, más adelante en el transcurso de su vida, denunciar las raíces últimas de la pobreza en El Salvador. Sería interesante preguntarse si quienes claman por la justicia social están en absoluto legitimados para ello, cuando nunca han dado nada de lo suyo, a diferencia de monseñor Romero, que compartía su dinero, su techo y  su comida. Fue consciente de que había estructuras sociales y políticas que debían modificarse, pero conocía demasiado bien el alma humana como para no darse cuenta de que, sin una transformación interior, sin una conversión del corazón, a unas estructuras injustas sucederían otras igualmente injustas, aunque de signo contrario. Además, me resulta diáfano que era la compasión lo que motivaba a Romero, no puramente la búsqueda de la justicia humana. Siempre trascendió a eso. Desde la compasión acompañó a su feligresía y compartió su suerte. No abandonó al pobre ni puso la responsabilidad en el estado o en el gobierno, sino que dio de lo suyo e hizo lo que pudo con los medios de los que disponía, actuando como el buen samaritano que siempre fue.

La otra faceta que hoy quiero destacar es la de profeta. Este es un carisma que Dios le concedió y que finalmente le costó la vida: su muerte violenta confirmó precisamente que hablaba en nombre de Dios, y así tuvo el mismo destino que los profetas auténticos que le habían precedido en la historia. En monseñor se hizo carne la verdad de nuestra fe que, sobre el Espíritu Santo, rezamos en el Credo: “habló por los profetas”. El Espíritu nos dice lo que Dios propone en cada momento de la historia humana, de acuerdo a circunstancias cambiantes. En aquel contexto terrible de Centroamérica en 1980, monseñor buscó una salida pacífica y defendió a ultranza la vida humana, a las personas concretas, violentadas de tantas formas en El Salvador. Para ello se basó en los tres pilares que enunció en su penúltima y más famosa homilía de 23 de marzo de 1980: “el respeto a la dignidad de la persona, la salvación del bien común del pueblo y la trascendencia, que mira ante todo a Dios y sólo de Dios deriva su esperanza y su fuerza”.

Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos, por nuestro país y por nuestro mundo.

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