Una madre, un hijo. Una hermana, un hermano.

Ella tenía 80 años y muchas enfermedades previas. Él, no llegaba a los 60. Ignoro quién contagió a quién, quizás un nieto llevó la enfermedad a la casa, no lo sé. No pude hacer mucho por ella, no respondió a los tratamientos que a día de hoy utilizamos, tan sólo proporcionarle una muerte confortable. Nunca supo que su hijo agonizaba en la UCI, unos pisos más abajo. La sobrevivió unos pocos días.

Mi deber fue informar de la muerte de la madre a un hijo no infectado, en aislamiento domiciliario por haber sido contacto. Me preguntó cómo podía asimilar tantas pérdidas, su madre y su hermano a la vez. No supe qué responder, sólo expresarle mi pesar y mi simpatía.

La hermana tenía casi 90 años, pero muy buena calidad de vida. El hermano, algunos menos, pero peor salud. No ingresaron en la misma habitación, aunque sí en la misma planta. Cuando él murió, esperaron que fuese yo quien, unas horas más tarde, durante el pase de visita, le diese la noticia a la mujer. No fue fácil, pero ella lo tomó con la entereza de una mujer creyente y adulta: había rezado para que fuese así, para que él muriese antes, no quería dejarlo solo, pensaba que no se arreglaría sin ella, siempre habían vivido juntos. La vi llorar a través de la pantalla protectora, con el respeto profundo que produce asistir al dolor humano, sobre todo cuando está cuajado de dignidad.

No busco impresionar, quizás sí conmover, como me conmueve a mí el simple recuerdo de lo vivido estas semanas. Esta es la dura realidad de una sala Covid-19 en un hospital cualquiera, estoy convencido de que colegas míos habrán vivido casos similares a lo largo y ancho del país, ante una enfermedad que penetra en los hogares y puede devastarlos, como en los casos que narro.

El gobierno de la nación, cuyo primer deber es proteger a los ciudadanos, ha vuelto a fracasar. La segunda oleada barre el país de norte a sur y de este a oeste. Los especialistas en epidemiología y salud pública de las distintas administraciones, han fracasado, así como la asistencia primaria. Covid-19, entre otras muchas consecuencias, ha puesto de relieve las debilidades de nuestro sistema sanitario público, que creíamos omnipotente, siempre jactándonos del número de trasplantes, de los medios de que disponíamos. Se ha roto por su eslabón más débil, la asistencia primaria: los médicos de familia, aunque entrenados en salud pública, han carecido de los instrumentos necesarios, abrumados desde hace décadas por tareas administrativas; mal pagados, desmoralizados, sometidos de forma cotidiana a agresiones psicológicas e incluso físicas: el Salud  se negó a que hubiese personal de seguridad en los centros de asistencia primaria, de eso tan sólo hace unos meses, después de la última y grave agresión a un sanitario. No puede improvisarse en unas semanas un sistema capaz de realizar las 3T claves en el control de una pandemia: “Test, trace and treat” (diagnosticar mediante pruebas, rastrear y tratar, decidir qué hacer con el paciente: aislarlo u hospitalizarlo).

Menos aún si, en vez de sacar adelante leyes y normas útiles a la ciudadanía, el gobierno insiste en gobernar persiguiendo un objetivo que se va dibujando de forma cada vez más clara: la destrucción sistemática del modelo democrático que nos dimos con la Constitución de 1978. Para ello, ha dinamitado el principio básico de una democracia, que es la independencia del poder judicial. Ignorando el sufrimiento de cientos de miles de trabajadores que no han cobrado sus ERTE, aumentando día a día la brecha entre quienes tienen un trabajo por ahora seguro y quienes lo han perdido o viven con el medio a perderlo, ha decidido laminar el tejido empresarial, posiblemente con el interés puesto en crear un país de subsidiados. Un gobierno que se sostiene con el apoyo de quienes reventaron nuestra convivencia, y con los herederos de aquellos que, durante décadas, sembraron calles y plazas de sangre y de dolor. Como indiqué en alguna entrada previa, el peor gobierno en el peor momento.

Sólo con estas claves de lectura puede entenderse la estrategia ante esta segunda oleada. La población muere en medio de un vacío de liderazgo, en medio de normas contradictorias y cambiantes, que constituyen, en palabras del expresidente González, “una puñetera locura”. La falta de credibilidad en las instituciones es progresiva y preocupante, y cabe la posibilidad de un estallido popular. La única estrategia ante la pandemia, tal como ocurrió en primavera, es mediante el cercenamiento de las libertades públicas a través de confinamientos cada vez más abrumadores, condenando al país al desánimo y a la pobreza. Ante una gestión así, no son pocos quienes consideran roto el contrato social, por el que los ciudadanos sostienen a las instituciones a cambio de que éstas les protejan y velen por su bienestar. Qué consecuencias pueda tener esta fractura, es difícil de prever.

Soy consciente de haber dibujado una pintura negra, quizás condicionado por mis vivencias de estos meses en la sala Covid-19. Sin embargo, no creo que mi lectura se aleje mucho de la realidad nacional, una realidad que la mayoría de políticos pretenden ignorar. A pesar de todo, debo decirles que mis convicciones profundas siguen intactas: Dios es padre y no nos abandona, y los hombres somos hermanos. Esta segunda cuesta más de creer, pero eso es la fe, creer lo que no se ve. Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.

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