De vacunas y pesadillas

Hoy hace un año, el 23 de enero de 2020, se decretó el confinamiento absoluto en Wuhan, la populosa ciudad china donde, desde primeros de diciembre del año anterior, se habían diagnosticado casos de una enfermedad viral emergente que hoy conocemos como Covid-19. Un año después, se han confirmado más de 83 millones de contagios en el planeta (en realidad muchos millones más, dado que los casos no confirmados pueden suponer un 30-50% más), con casi 2 millones de muertes (ídem).

Todavía no hemos despertado de la pesadilla que comenzó hace un año en esa ciudad china, y entramos en el segundo año de este mal sueño con la infección propagándose de forma descontrolada en pueblos y ciudades de España, de norte a sur y de este a oeste, con más de 40.000 contagios al día y más de 400 muertos diarios. Nuestras autoridades sanitarias y no sanitarias parecen incapaces de controlar esta pandemia, esta es la triste realidad. Las causas de este hecho son múltiples y no es el lugar ni el momento de analizarlas, aunque puedo sugerir una pista: el éxito en el control de una enfermedad infecciosa, lo sabemos desde el medioevo, radica en identificar con rapidez a los infectados y proteger a quienes no lo están. Nuestro ministerio de sanidad fracasó en esa tarea al principio de la pandemia, sobre todo por falta de test diagnósticos en los primeros meses, y en ningún momento ha sido capaz de coordinar una respuesta consistente, por lo que nos encontramos asediados de nuevo por los contagios, los ingresos hospitalarios y los muertos.

Triste realidad con la que hemos de convivir día a día los sanitarios como yo y la población general como ustedes. Nos hemos tenido que acostumbrar a vivir con miedo: miedo al contagio, a la enfermedad y la muerte; a la pérdida de seres queridos, de aquellos que nos importan; del empleo, de la empresa, de la capacidad adquisitiva; de los sueños y proyectos, de las ilusiones cotidianas sencillas, como un fin de semana en el campo, unas vacaciones, ver a la familia que vive en otra provincia o en otro país. Además, sin saber qué nos espera, en manos del peor gobierno en el peor momento. Los daños sociales, económicos y políticos que estos gobernantes están produciendo son gravísimos, y perdurarán mucho tiempo después del fin de la pandemia.

En este contexto de malas noticias y peores realidades, ha comenzado de forma lenta y dificultosa la campaña de vacunación. El desarrollo de vacunas a “velocidad pandémica” es uno de los hitos científicos más destacables de estos meses, y aun cuando las incógnitas sobre las mismas son numerosas, son por el momento nuestra única posibilidad de protegernos a nivel individual de esta pesadilla, dado que no hemos encontrado hasta ahora un fármaco eficaz.

Acepté recibir la primera dosis tan pronto como se me ofreció, hace unos pocos días, y ahora los sanitarios cruzamos los dedos en espera de una 2ª dosis, que no sabemos si podrá administrarse en fecha, dada la escasez en el suministro. Eso no disminuirá nuestra preocupación por las personas queridas no vacunadas, tan sólo podrá brindarnos una cierta protección para seguir cuidando a otros. Tampoco nos librará de las duras medidas no farmacológicas que buscan disminuir los contagios: seguiremos mucho tiempo viviendo lejos de los demás, sin poder abrazarlos, ocultos tras las mascarillas.

Soy consciente de que los costes emocionales y físicos del cuidado de los pacientes son cuantiosos y pagaremos su precio durante meses, quizás años. Hemos visto enfermar a compañeros de trabajo, hemos tenido que aceptar la pérdida de numerosos pacientes, y los hemos visto morir solos; hemos tenido que comunicar por teléfono noticias atroces a personas que no conocíamos, sin poder acompañar con una mirada, con un gesto. Todo esto, incluso para personas curtidas en la profesión médica, supone una desolación que nos acompañará toda nuestra vida, al igual que, en mi caso, lo ha hecho la muerte de tantas personas jóvenes en la primera pandemia que viví, el SIDA, y el haber presenciado la muerte por hambre de no pocos niños en Honduras o en África, en sus días.

Recemos los unos por los otros en este tiempo difícil. Sigamos apoyándonos todo lo que podamos, pidiendo el auxilio de quien puede dárnoslo: “cuando nos llegue la prueba, no nos dejes sucumbir a ella”.

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