Ya dos años con esta pesadilla

Cuando los médicos en un hospital de Wuhan diagnosticaron en diciembre de 2019 varios casos de neumonía de origen desconocido, no podían imaginar que asistían al inicio de una pandemia que, dos años después, sigue alterando la vida del planeta entero. Afrontamos el tercer año de este mal sueño con incertidumbre y algunas esperanzas.

2021 ha visto avances significativos en la defensa de la humanidad contra la Covid-19: sobre todo, ha sido el año de las vacunas, aunque de forma desigual según países y continentes. Existen sociedades con alta cobertura vacunal y otras en que es muy escasa, incluso en no pocos países se administra una 3ª dosis, necesaria para protegerse ante la última variante, que en pocas semanas se ha extendido por el mundo entero con una rapidez hasta ahora desconocida para este virus. Los tratamientos que poseemos son imperfectos e incompletos, y los utilizamos porque no disponemos de otros mejores. No parece probable que nuestro armamentario terapéutico vaya a progresar demasiado en el futuro, de modo que la prevención sigue siendo la mejor herramienta.

La pandemia no sólo ha tenido y tiene aspectos científicos, los políticos los han superado con creces: la cooperación internacional ha sido escasa y no se han encontrado soluciones globales; la falta de liderazgo a todos los niveles es palmaria. La enormidad de la situación no ha encontrado una respuesta acorde en los actores políticos. Nuestro país es un claro ejemplo, por más que el gobierno pretenda controlar lo que ahora se llama narrativa política: se ha mostrado incapaz de coordinar respuestas coherentes desde el primer minuto de la pandemia, primero desoyendo a los técnicos y con una ausencia completa de planificación en las vitales semanas iniciales, después prolongando uno de los confinamientos ciudadanos más severos del planeta; a ello siguieron el triunfalismo y más descoordinación, mientras la ciudadanía afrontábamos oleada tras oleada de contagios, intentando sobrevivir lo mejor que podemos a la enfermedad y sus consecuencias sociales y económicas. A la lentitud e indecisión inicial siguió una respuesta errática, que por ahora no se ha sometido a un escrutinio independiente. Con un número de muertes que muy posiblemente supera las 150.000 directas por Covid-19 y con millones de contagios, esto parece inconcebible.

Tampoco hay acuerdo –ni es imaginable que llegue a alcanzarse- sobre el origen de la pandemia, para el que caben tres hipótesis: la más sostenida -pero hasta ahora no demostrada- es que se trate de una zoonosis, es decir, una transmisión (“spillover”) desde el reino animal (¿quizás murciélagos?) al humano; al fin y al cabo, las pandemias previas SARS y MERS tuvieron ese origen. La segunda hipótesis, es de una fuga (“leak”) accidental desde el Instituto de Virología (de nivel 4 de bioseguridad) de la ciudad de Wuhan, donde se trabajaba con coronavirus. Cabe la posibilidad de que la investigación científica que perseguía prevenir pandemias haya acabado generando una. La misión de la ONU a China no logró una evaluación objetiva, transparente ni completa. China no colaboró lo suficiente, y en cierto modo esto ha llevado a una suerte de nueva guerra fría con Estados Unidos. La tercera, emparentada con la anterior, es la liberación deliberada de un virus manipulado, desde ese u otro laboratorio en China. Por mucho que esta posibilidad pueda horrorizar, es una línea de investigación legítima, así como lo es la anterior.

Sin embargo, conocer la verdad, si alguna vez llegamos a ella, no devolverá la vida a los muertos ni reparará todos los sufrimientos pasados y los por pasar. Más bien deberíamos concentrarnos en la cooperación internacional para ayudarnos a salir lo mejor posible de este atolladero, y prepararnos para el próximo. Con toda sinceridad, me preocupa más bien poco dónde se originó el virus, más bien me quita el sueño qué encontraré mañana en el pabellón Covid-19 de mi hospital, en el que trabajo; qué pasará con la empresa de mi hermano y el empleo de mis sobrinos; cuándo recibirán sus vacunas todos aquellos que las quieren y no tienen acceso a ellas; cómo convencer a todos aquellos que, teniéndolas, no las quieren; y cuánto tiempo más habrá que soportar al peor gobierno en el peor momento de nuestra historia reciente. Todo eso sí me angustia, no preguntarme de forma estéril de dónde vino el SARS-CoV-2.

Recemos porque podamos despertar pronto de esta pesadilla, o por lo menos convivir con ella con menos sobresaltos.

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