Un primer día

La mayor parte de nuestro tiempo la pasamos en el local de trabajo. Tal vez por eso sea tan importante mantener la armonía y  buenas relaciones. ¡Como nos cuesta! Nos dejamos llevar fácilmente por miedos, rabias, codicias, envidias (éstas son las peores) que proyectamos en los otros. Puros espejos ellos, tú y yo. No hay como disfrazarse. Construimos en este pequeño mundo nuestras guerras particulares. Los aliados, los enemigos, los espías, los coleguitas, los idiotas… Pero hay siempre algunos seres invisibles en  nuestros campos de batalla. Tan inmiscuidos estamos en la búsqueda de nuestros intereses particulares, que no nos percatamos de quienes, casi incorpóreos, también sostienen la estructura.

 

El ascensor era de esos que se cierran herméticamente como un gran refrigerador. A Lucia le parecía una tumba. Moría de miedo de quedarse atrapada entre dos pisos y tener que enfrentar el pánico de un sin salida que ciertamente se haría eterno. Tal vez alguna experiencia traumática de la infancia, quien sabe.

 

–         Por favor al décimo –balbució tímidamente-…

 

Entre que estaba nerviosa por ser su primer día de trabajo y entre que el porcentaje de quedarse presa en ese ataúd rodante aumentaría por cien mil, pues, como que la voz le salía aguada. Pero nos sobreponemos a cualquier cosa, y ella no aparentaba la tormenta de pensamientos y emociones que tenía.

Saludos agradables del personal de la empresa. Una bienvenida rápida y manos a la obra que no hay tiempo que perder. Mucho ordenador y poca conversación para empezar. Sabía que era pasajero y había que aprovechar el silencio y la falta de presión para situarse. A las 12:00h hizo una pausa para tomarse un café. Ella no era de esas personas sueltas y espontáneas que inician fácilmente una conversación, así que salió sola. Armada de un cierto recelo, quería cuidarse, no meter la pata. El perfeccionismo la obligaba a observar calladamente el panorama, para saber cómo y cuándo intervenir. Se levantó silenciosamente, salió de la sala y fue hacia la cocina que se encontraba al otro lado.

 

Estaba humeante. Juana limpiaba el filtro de café en la pequeña cocina de la oficina con las ojeras cayéndole por los brazos. El pelo enmarañado. No podía continuar así. Roberto, con dos añitos apenas, se negaba a dormir.  Las dos hijas pre-adolescentes le cuidaban por el día en cuanto ella trabajaba, y claro, hacían de todo para que el chaval las dejase en paz. Llegaba la noche y Juana muerta no pegaba ojo con los lloriqueos del puto niño al cual le escurría a raudales la ausencia de su madre. Juana limpiaba las papeleras, el polvo, los baños, y barría  en cuanto pensaba en Roberto y en la necesidad que tenía de descansar tranquila algunas horas. Tal era el grado de desesperación que le estaba agarrando el pensamiento que llegó a concebir la posibilidad de darle un calmante de los bravos.

 

María apretó el eterno botón. El pelo cincuentón recogido en una coleta. Nada más abrirse la puerta en el décimo piso Lucia  pregunta:

 

–         ¿Baja?

–         Sí – responde María en cuanto Lucia entra y da una ojeada medio disfrazada en el espejo-

–         ¿Cuántas horas pasa usted en esta caja metálica? –le suelta Lucia torpemente?

–         Seis horas al día

–         ¡Madre de dios!

–         Sí. No me siento muy bien. Me duelen los oídos y mi tensión se dispara cuando estoy aquí

–          Bueno, mejórese …  –Lucia sale rápido-

 

El médico le dijo a María que estaba con la tensión alta y que tendría que hacerse pruebas. Eso de balancearse el día entero entre cielo e infierno era contra natura. María estaba pálida. Con miedo. ¿Qué podía hacer? ¿Abandonar el trabajo con el que  vivía, mal que bien, dignamente? ¿Aguantar hasta que le diera un soponcio en el banquito? María cargaba el edificio en la espalda, 22 botones para tocar y una llavecita para acelerar el movimiento de la puerta. Se la veía curvada. La gravedad la estaba achatando.

 

Lucia respiró aliviada en medio de la Avenida Río Branco. Había superado el primer día. Vio por primera vez el sol brillando. Sintió la brisa libertaria palpándole las mejillas en medio del caos urbano. Escuchó las perspectivas de un futuro embriagador que anhelaba. Buen salario, buen status, buena vida. Pero de repente recordó a Juana con sus ojeras y su preocupación constante con los hijos.  Recordó a María con su palidez metida en aquella tumba metálica.  Recordó la vida y desaceleró el paso. Una pregunta en seco le golpeó la frente al lado del semáforo que se acababa de poner rojo: ¿para dónde estoy yendo?

 

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