Paisajes Humanos I

     

De todos es conocido que Río de Janeiro es una ciudad turística por excelencia. Bellísima y caótica, siempre se ha vendido con la imagen postal de Copacabana, el Cristo Redentor y el Pao de Açucar.  Desde hace unos años, el barrio en el que vivo, Santa Tereza, ha sido incluido en las rutas turísticas, para bien y para mal. Posiblemente haya sido por las formidables casas de la época de la colonia que aún se conservan, o porque es un barrio de “bicho grilo” (una especie de hipie inconformado, con su manera especial de vestir y leer el mundo), o porque está lleno de artistas plásticos con sus atelier abiertos, en fin, o tal vez sea porque en esta ladera aún transita ruidoso  el único tranvía de la ciudad, que nos tiene a todos en vilo, por las numerosas investidas del capital privado que le ha echado el ojo. Resistimos porque este tranvía de madera, llamado bonde, nos lleva de un lado al otro del barrio a un ritmo anti-neoliberal, nos teje  proximidades, nos hace sentir el aire, la lluvia, el sol. Nos obliga a mirarnos. A los turistas les encanta. Mi madre no paró de reírse entre trancazos y arremetidas.Pero lo que quiero compartir con vosotros no es el cuerpo urbano de este pedacito de mundo sino su alma. Los paisajes humanos que nunca deberían pasar desapercibidos. En algún lugar leí una frase que me cautivó: “yo no viajo lugares, viajo personas”   

VERA 

Vera ya está en la esquina. Recorre el muro alto y blanco de la escuela Santo Tomás de Aquino, un poquito curvada mirando al suelo, vuelve a la esquina.  Sube y baja, sube y baja. Vuelve a la esquina. Mueve con las manos el vestido blanco que le han puesto hoy. Está orgullosa de su vestido, sí, está orgullosa pero su sonrisa no termina nunca de romper. Es como una lata a medio abrir. Como un sobre rasgado. Dice que tiene catorce años. Pero su apariencia es de cuarenta. Dice pocas cosas. Con quien realmente la veo hablar es con su perro. Un animal pequeño, marrón claro que adoptó en la calle hace poco. Me pregunto porque se habrá quedado con ella. Tiene amputada una pata trasera pero se defiende perfectamente. Sube y baja. Se tumba a la sombra del vestido blanco. A Vera la conocemos todos en el barrio. La conocemos de verla esquinada a cada día. Subiendo y bajando entre ángulos y rectas en un pequeño cuadrado de este mundo redondo. A veces da miedo porque grita. A veces da pena porque calla. Otras veces la esquivamos porque está en medio del camino u ocupando un ángulo. A veces no da nada. No la vemos.   

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