Paisajes Humanos II
Posted on julio 16th, 2008 by trans
Dinorá 1]
[1] Vecina de Santa Tereza (Río de Janeiro) cuyo nombre de origen arameo significa Luz.
La primera vez que la vi estaba intentando acertar con la posición de la pequeña tela del cuadro en la ventana de madera verde. Al lado una puerta amarilla y otra ventana verde. La casita está en una calle poco transitada. Frente al lienzo y de pie Dinorá con tres pinceles en una mano y una paleta en la otra. Midiendo distancias, luz, vecinos que pasan, para iniciar un trazo de color o una conversación cualquiera. Junto a ella una maceta con un pequeño árbol. Nunca he visto un árbol tan triste. Está encadenado a la calle y le ha colgado un pájaro de madera. Me imagino que la cadena es para que no lo roben, pero ¿quién querría llevarse un escuchimizado árbol triste con un pájaro de madera que ni canta?
Dinorá es muy bajita y delgada. La piel un vestido arrebujado. Carga una joroba de esas que casi es una obligación llevar después de los ochenta. Pelo gris opaco, revuelto y trenzado de mala forma. La sonrisa, una rayita. Eso sí, siempre pintada de rojo.Mucha gente paraba para hablar con Dinorá cuando la conocí. Porque ella era dulce y graciosa. Un pequeño gnomo, una brujita buena de esas que convocan la sonrisa instantánea. Y todo comienza con un “buenos días” inclinando la cabeza finamente. Siempre en pié. La puerta del encuentro entre abierta para precipitar las historias de Dinorá. Su desconfianza de los hombres por ser aprovechadores y desleales. Por eso nunca se casó y siempre advierte para tener mucho cuidado que a su hermana en la mismísima noche de bodas le pusieron unos cuernos imperdonables. ¿Y lo que ha aprendido de forma autodidacta? Piano, química, derecho, hasta medicina ¿por acaso pensábamos que ella había estudiado pintura? De eso nada. Sola con Dios, todos los Santos y sus libros. ¿Y aquella vez que evitó un asalto en la farmacia donde trabajaba, alertando inteligentemente al policía local adormecido en el canto de la plaza? Porque hay que estar atento a los movimientos de seres extraños que a veces nos observan. Cuando le preguntas la edad, Dinorá se ríe y no dice nada. A veces te habla en una lengua extraña que inventó intercambiando las sílabas. Después de soltarte una parrafada, con la sonrisa pícara te pregunta: “¿qué he dicho?”, y al “no tengo ni idea” le sigue una carcajada flaca confirmando un “vete a cagar” que nos desarma a todos.
Dinorá desapareció un día y nos llevamos un susto viendo la puerta y las ventanas cerradas. ¿Habrá muerto Dinorá?
Volvió a los tres meses. Le vaciaron la casa para reformarla. Eso dijeron. No pintó más. Ahora tiene una escoba. Barre la calle de sol a sol. Ya no se queda en la entrada. Transita las esquinas y se encuentra con Vera y el perro de tres patas. No mide más las luces del cielo para diseñar colores. Barre. Ahora poca gente habla con ella. Dinorá a veces parece un árbol triste encadenado al suelo con un pájaro de madera en la cabeza que ni canta, y yo me pregunto ¿habrá muerto Dinorá?
[1] Vecina de Santa Tereza (Río de Janeiro) cuyo nombre de origen arameo significa Luz.
La primera vez que la vi estaba intentando acertar con la posición de la pequeña tela del cuadro en la ventana de madera verde. Al lado una puerta amarilla y otra ventana verde. La casita está en una calle poco transitada. Frente al lienzo y de pie Dinorá con tres pinceles en una mano y una paleta en la otra. Midiendo distancias, luz, vecinos que pasan, para iniciar un trazo de color o una conversación cualquiera. Junto a ella una maceta con un pequeño árbol. Nunca he visto un árbol tan triste. Está encadenado a la calle y le ha colgado un pájaro de madera. Me imagino que la cadena es para que no lo roben, pero ¿quién querría llevarse un escuchimizado árbol triste con un pájaro de madera que ni canta?
Dinorá es muy bajita y delgada. La piel un vestido arrebujado. Carga una joroba de esas que casi es una obligación llevar después de los ochenta. Pelo gris opaco, revuelto y trenzado de mala forma. La sonrisa, una rayita. Eso sí, siempre pintada de rojo.Mucha gente paraba para hablar con Dinorá cuando la conocí. Porque ella era dulce y graciosa. Un pequeño gnomo, una brujita buena de esas que convocan la sonrisa instantánea. Y todo comienza con un “buenos días” inclinando la cabeza finamente. Siempre en pié. La puerta del encuentro entre abierta para precipitar las historias de Dinorá. Su desconfianza de los hombres por ser aprovechadores y desleales. Por eso nunca se casó y siempre advierte para tener mucho cuidado que a su hermana en la mismísima noche de bodas le pusieron unos cuernos imperdonables. ¿Y lo que ha aprendido de forma autodidacta? Piano, química, derecho, hasta medicina ¿por acaso pensábamos que ella había estudiado pintura? De eso nada. Sola con Dios, todos los Santos y sus libros. ¿Y aquella vez que evitó un asalto en la farmacia donde trabajaba, alertando inteligentemente al policía local adormecido en el canto de la plaza? Porque hay que estar atento a los movimientos de seres extraños que a veces nos observan. Cuando le preguntas la edad, Dinorá se ríe y no dice nada. A veces te habla en una lengua extraña que inventó intercambiando las sílabas. Después de soltarte una parrafada, con la sonrisa pícara te pregunta: “¿qué he dicho?”, y al “no tengo ni idea” le sigue una carcajada flaca confirmando un “vete a cagar” que nos desarma a todos.
Dinorá desapareció un día y nos llevamos un susto viendo la puerta y las ventanas cerradas. ¿Habrá muerto Dinorá?
Volvió a los tres meses. Le vaciaron la casa para reformarla. Eso dijeron. No pintó más. Ahora tiene una escoba. Barre la calle de sol a sol. Ya no se queda en la entrada. Transita las esquinas y se encuentra con Vera y el perro de tres patas. No mide más las luces del cielo para diseñar colores. Barre. Ahora poca gente habla con ella. Dinorá a veces parece un árbol triste encadenado al suelo con un pájaro de madera en la cabeza que ni canta, y yo me pregunto ¿habrá muerto Dinorá?
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