En defensa del cine español
El cine español es una diana que lleva décadas soportando los dardos que le lanzan desde múltiples frentes. Principalmente se le acusa de ser monotemático y de su falta de calidad. Encima, como se piensa que sobrevive gracias exclusivamente a las subvenciones, todo el mundo considera que se está despilfarrando su dinero y, por lo tanto, con derecho a ensañarse con el cine patrio. Pero, ¿qué hay de cierto en estas acusaciones? ¿No estaremos con ellas haciendo alarde –una vez más- de cuánto nos gusta convertir los tópicos en axiomas?
Los años bárbaros
El cine es un invento del siglo pasado, una nueva forma de arte pero también una industria. En España su desarrollo fue lento y muy pronto tuvo que ver cómo el régimen le cortaba las alas. 
Así fue como se impuso el cine folklórico y religioso, que tienen sus virtudes, pero también muchos defectos. Quizás con una mayor libertad creativa la cosa hubiese sido diferente, pero no fue así y a día de hoy son pocos los títulos que perduran en la memoria. No obstante, a esta época pertenecen algunas de las consideradas obras maestras de nuestro cine que, esquivando a la censura, demostraron inteligencia y creatividad a partes iguales. Así nacieron títulos como ¡Bienvenido Míster Marshall! (Luis García Berlanga, 1953), Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955) o Viridiana (Luis Buñuel, 1961), que hoy en día siguen siendo aplaudidas más allá de nuestras fronteras.
Los peores años de nuestra vida
Más tarde, la democracia trajo muchas cosas buenas, pero no precisamente al cine español que, salvo excepciones, se dedicó a producir un nuevo subgénero dentro del de las “españoladas”. 
El “landismo” hace referencia a todas esas películas horteras, cutres y simples, que son las auténticas culpables del descrédito que todavía hoy sigue planeando sobre el cine español. Ahora bien, si se trata de buscar culpables, no hay que olvidar que es el público quien tiene la última palabra y que, durante los setenta y buena parte de los ochenta los espectadores consumieron el producto. Pero, en medio de ese erial artístico surgieron algunos brotes verdes como El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), Cría cuervos (Carlos Saura, 1976) o Los santos inocentes (Mario Camus, 1984), obras que denotan una exquisita sensibilidad y dominio del lenguaje cinematográfico.
15 años y un día
El cine, como cualquier producción cultural, es también el reflejo de una sociedad. Los años ochenta supusieron el asentamiento de una democracia aún joven y también la pubertad para nuestro cine.
Todos sabemos que la pubertad es necesaria, pero hay que reconocer que no suele ser la mejor etapa de la vida. El cuerpo se transforma, las emociones se vuelven más complejas y difíciles de gestionar y la identidad comienza a cobrar forma. Igualmente el cine español experimentó una década extraña, en la que convivieron películas y estilos completamente distintos pero con la mirada puesta en esa sociedad cambiante como elemento en común. En algunos casos, como el de Pedro Almodóvar, como un adolescente sin complejos y poco sentido del ridículo; y en otros, como el de José Luis Garci, como ese joven que, copiando a sus ídolos, trata de parecer mayor de lo que es.
El año de las luces
Y así llegamos a los 90. En los primeros años, la misma cinematografía que presumía de dos Oscas resulta que en los Goya solo nomina tres títulos por categoría ante la evidente falta de calidad. Pero a mitad de la década todo cambia. Una pequeña película de un director novel de veintitrés años se hace un hueco en la cartelera y, gracias al boca a boca, se termina convirtiendo en un fenómeno sin precedentes que arrasa en la taquilla y en los Goya. Hablamos de Tesis (Alejandro Amenábar, 1996), que demostró a la autocomplaciente industria y a los incrédulos espectadores
que el cine español podía zafarse de la lacra de la “españolada” y que por fin estaba listo para dar el paso hacia la mayoría de edad.
En realidad Tesis fue el catalizador que aceleró la reacción que ya se estaba produciendo dentro de la industria gracias a nuevos talentos. De hecho, es justo reconocer que meses antes de su estreno, otras dos películas de directores debutantes o casi debutantes ya se aventuraron en explorar con éxito nuevas formas y temas: Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (Agustín Díaz Yanes, 1995) y El día de la bestia (Alex de la Iglesia, 1995).
Los mejores años de nuestra vida
Los resultados no llegaron de inmediato y lo cierto es que en los últimos años ha habido cosechas realmente malas, que algunos achacan a la crisis económica. Pero es un hecho que desde entonces la relevancia mediática del cine español ha aumentado notablemente, la producción se ha multiplicado, la cuota en la taquilla se ha asentado por encima del quince por ciento y, lo más importante, podemos presumir de una larga lista de películas de gran calidad y de géneros muy distintos que no tienen que envidiar a otras cinematografías. Para afirmar si son o no obras maestras es mejor esperar un poco. Lo que está claro es que el cine español goza de buena salud, quizás porque hace tiempo que en España no se hacen “españoladas”.
@cinepacografico
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