Teófilo, maestro generoso. Por Alfonso García

Un verano extremeño: Teo con Celia y Begoña

Un verano extremeño: Teo con Celia y Begoña. Alfonso tomó la instantánea. 

Desde la muerte de Teófilo me he enfrentado, primero a diario y después más de tarde en tarde, a un folio en blanco para tratar de escribir unas líneas de homenaje al amigo. El resultado siempre ha sido el mismo: han pasado los meses y sigo sin ser capaz de escribir un renglón que pudiera merecer su atención y, mucho menos, su aprobación.

Al cabo he llegado a la conclusión de que mi absentismo era simplemente –y no es poco-  un problema de conciencia. Me resulta muy difícil escribir sobre Teófilo sin no hacer antes una íntima reflexión que, aunque se lo confesé y reconocí en vida, hoy me sigue reconcomiendo.

Quien escribe le falló a Teófilo.

Sin canto de gallo ni tres negaciones, solo una fue suficiente para que mi deuda con él me mantenga con la pluma inmóvil sobre el escritorio. Me lo dio todo y jamás me pidió nada cuando yo pude ofrecérselo. Me atormentan por ello mis faltas de tacto, sensibilidad y amistad con las que le devolví su camaradería, lealtad y tutela que me obsequió durante años.

Además de los reiterados golpes de pecho, que por encostrados no dejan de dolerme, sigo teniendo a Teo presente cada día. Tanto que me niego a pensar que ha muerto. Quizás, y también por eso, me cuesta escribir en su memoria, porque en la mía sigue vivo.

Tan presente como el primer día que, como novicio, llegué a Telemadrid en junio de 1991.

En aquel momento me pregunté – y aun hoy lo hago- si me recibió mal, bien o regular. Entonces me pareció inescrutable al menos para mis ojos. Frío como manchego que lo era, quizás. Solo vi a un señor bajito, con gafas de culo de vaso, bigote poblado y al que le acompañaba una voz grave que encajaba a la perfección con su semblante inexpresivo. De un día para otro y de la tarde a la noche se convirtió en mi jefe inmediato. De poco me sirvió en esos días que mi director de informativos me asegurara que estar bajo la tutoría de Teo era lo mejor.

Tras varios días de aprendizaje en una redacción de televisión ajena para mí –yo procedía de la radio-, encontramos, para su regocijo y a mi pesar, el primer punto de comunión. Un 6 de junio de ese 1991 llegó tarde a la redacción de la que él era editor en la tercera edición de Telenoticias a la que yo estaba adscrito.

Tenía motivos más que justificados para aparecer con retraso, incluso para no comparecer. Fue uno de los 23.000 testigos privilegiados que contemplaron y se extasiaron en una de las tardes memorables de esas que llaman históricas en la plaza de toros de Las Ventas: el mano a mano entre César Rincón y Ortega Cano en el encierro con los de Samuel Flores en la corrida de la Beneficencia. Mi pesar, y continúo con el lamento, fue no ser uno de esos afortunados de aquella antología de tauromaquia.

Esa afición por lo taurino, hoy mal vista por muchos, fue la partida de una amistad que navegó por las aguas entre lo fraternal y parental  y que, sostenidamente, fue en ascenso hasta sus últimos días con el único altibajo que yo provoqué años más tarde.

Aquel Telenoticias que se emitía entre las dos y las tres de la madrugada por mor de un programa previo, plomizo e interminable que ponía en escena el Gran Wyoming en Telemadrid nos sirvió, amén del intercambio de pareceres sobre las comunes aficiones taurina y al flamenco, para fraguar una amistad rocosa que logró penetrar en las esferas de nuestras respectivas parejas. Es en ese tiempo, cuando Teo vivía en Aluche, y al acabar el informativo lo acompañaba hasta su casa –él no conducía-. Fueron noches de plática en las que no dejábamos de dar buena cuenta en el entorno de unas prietas pintas de cerveza negra que jamás he vuelto a probar.

Poco después de esa época –frisaba ya la segunda mitad de los 90-, es cuando a la casa de alquiler en la que vivía en la calle de Ocaña dimos en llamarla “Eros Center” y más tarde idear una entelequia que jamás llevamos a la práctica, no por falta de vocación, sino por su propia naturaleza de entelequia. Hoy, sin Teófilo, emprender una empresa destinada a ser una UVI móvil sexual de urgencias, con un servidor de conductor y él como facultativo cualificado, se antoja fantasía. Contarlo ahora, alejado el momento y sin las envolturas de los chascarrillos, resulta extraño y atrevido pero, muchas y buenas noches regadas con buen y generoso cava dieron para abundar en esa quimera que nos condujo, incluso, a proyectar una mancebía en el Alcázar de Toledo con la proyección futura de ampliar la compañía  al mismísimo Palacio de Oriente. No íbamos descaminados a resultas de los acontecimientos que la historia reciente nos ha desvelado. Eso sí, en esa ficción, siempre con nuestras consortes como administradoras de las casas de lenocinio.

En el entretanto de esas ensoñaciones imposibles que nos servían para descongestionar y ahogar –con la inestimable ayuda del cava- las perturbaciones que nos generaba la cotidianidad del oficio, creció una comunión que el tiempo, con sus vaivenes, fue incapaz de descoyuntar.

Un viaje a Extremadura con Celia –su compañera infatigable- y Begoña -mi mujer-, todavía hoy me resulta inolvidable. Han trascurrido ya más de dos décadas y sigue siendo un pasaje del que las evocaciones se mantienen vivas e indestructibles.

Me resulta imposible y complejo discernir entre el Teo profesional y el Teo amigo. Las dos orillas, lejos de ser paralelas, sí confluían en su caso en un mismo punto: la honradez.  Recuerdo una noche de cavilaciones sobre periodismo en la que me obsequió con una de sus frases sobrias y lapidarias sobre las que el debate posterior resultó yermo. Solo cabía avenirse a su máxima: “Olvídate de ser objetivo e independiente. Se honesto”.

En mi humildad he insistido siempre en cumplir su enseñanza para ejercer el oficio. En otros asuntos me atreví incluso a posicionarme en su contra o rebatir sus argumentos. Siempre me pareció, y así se lo hacía saber, una incongruencia que aceptara y defendiera con cierto apasionamiento la existencia de fenómenos paranormales –incluso mantenía haber sido testigo de alguno de ellos-, y no creer en Dios sin embargo.  A estas alturas, y tras muchas conversaciones sobre ello, ya no estoy tan seguro de su ateísmo confeso –lo que con su nombre no dejaba de ser una paradoja -, sino que desde hacía años estaba enfadado con Él. Y motivos no le faltaban.

Fuera un ente superior el que le otorgó la cualidad o su propia forja, Teófilo estaba dotado de esa fuerza imantada que tienen los líderes para atraer hacia él la atención sin pretenderlo. Esa jerarquía que ejercía involuntariamente le convertía en confesor, consejero y confidente. En camarada. Poseía, por añadidura, el don de la credibilidad, talento negado a buena parte. Por trivializar, era tal su autoridad que hasta las fabadas que algunas veces perpetraba, servidas por él parecían surgir de un fogón de su querida Asturias.

Del mismo modo ocurría cuando pronunciaba las palabras maestro y torero. Salidas de su boca equivalían a una confirmación de alternativa del mismísimo Curro Romero en la Maestranza.  Igual sucedía si a alguien –generalmente político, recuerdo-, le propinaba con uno de sus calificativos preferidos: cretino. Si Teo lo decía es que el referido era un cretino incuestionable. Si hubiera sido gitano habría sido el patriarca del clan. Sin duda.

Me admiraba su capacidad de discernimiento. Ni sus fobias ni filias las llevaba a un lugar sin retorno. De unas siempre era capaz de pellizcar aspectos positivos, de otras, lejos de aliviarse, las analizaba. Nunca le faltó el espíritu crítico. Tampoco el de comprensión.

Por todo ello, y por más, Teófilo era querido.

Y él, tan amador de las mujeres y tan amador de todas sus mujeres, bien podría haber firmado la estrofa de una canción de Alberto Cortez que, según recuerdo, reza: “Me gustan las muchachas en abril, me gusta el vino tanto como las flores y los amantes, pero no los señores”.   Y es que no, a Teófilo no le gustaban los señores – no es malo ni bueno, pero no le gustaban-, y su querencia a las mujeres con su corazón apasionado fue su prolongación de vida. Esa vida que traiciona a sus amantes como siempre hace la vida. Porque Teófilo amaba tanto la vida que nunca se quejó de ella ni le pidió explicaciones. Afortunado por la vida vivida, herido por la misma vida que le expulsaba y  por la muerte que le acechaba, nunca renegó de su destino. A veces se reconfortaba en el consuelo de que podía estar peor. Su pena, que la tenía, fue suya. Y su dolor, aunque compartido, no lo trasladó. Su partida, hacia dónde haya dispuesto su destino, no la saludaron las campanas porque así lo quiso, pero a sus hermanos nos siguen tañendo en lo más hondo.

Por ello su ausencia, fuera de quien fuese la decisión, no la apruebo.

Maestro, con Dios.

2 Responses to “Teófilo, maestro generoso. Por Alfonso García”

  1. Muy bueno. Sobre manera la última parte.

  2. Soberbio retrato del amigo desaparecido. A quienes no le conocimos nos acerca de manera admirable a una persona digna de haber conocido. Felicidades, Alfonso.

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