Las claves del éxito

caraPrácticamente desde que volví de El Salvador, tengo la cabeza metida en temas de índole pastoral (metodología catequética, teología de la acción pastoral…) y la verdad es que me siento un poco embotada de información, documentos, objetivos, estrategias… es como si nadaran en mi cerebro sin ton ni son. Una locura vaya. Necesito sentarme, que las aguas se calmen y que las cosas tomen forma. Así que me estoy tomando un respiro escribiendo estas líneas, pues “no el mucho saber harta y satisface el alma, sino el sentir y gustar de las cosas internamente” me diría San Ignacio.

¡Y cuánta razón tiene!

Muchas veces en el día a día nos frustra el hecho de rendir poco, de no producir lo suficiente en aquello que nos volcamos con ahínco: ya sea en el trabajo, con nuestra familia -en especial con los hijos-, en la parroquia… como si todo se pudiera cuantificar y calificar con porcentajes.

No es de extrañarse, ya que vivimos en una sociedad que nos bombardea constantemente con las claves del éxito, donde el poseer reconocimiento, riquezas, honores… es primordial.

Por eso cuando empiezo a sentir los síntomas de la frustración por no estar rindiendo lo suficiente, me paro, cambio de perspectiva e intento relativizar las cosas.

Porque no soy Dios, soy sólo una mujer de carne y hueso, con sus limitaciones y fallos, y esta idea me resulta liberadora, porque me sacude del yugo de buscar la perfección. A veces no es fácil reconocerlo, pero una vez que caes en la cuenta de ello, es como sentir la vida de otra manera, como si se encendiera en tu fuero interno una nueva luz para vivir, para amar y aceptar las cosas. “Sentir y gustar de la cosas internamente”, disfrutar con lo que hago, siendo agradecida, estas son para mí las claves del éxito en el día a día, y le pido al Señor que me ayude para no olvidarlas.

Ojalá, Señor, te llegue mi voz.
Aquí estoy.
Sin grandes palabras que decir.
Sin grandes obras que ofrecer.
Sin grandes gestos que hacer.
Solo aquí. Solo. Contigo.
Recibiré aquello que quieras darme:
luz o sombra. Canto o silencio.
Esperanza o frío. Suerte o adversidad.
Alegría o zozobra. Calma o tormenta.
Y lo recibiré sereno,
con un corazón sosegado,
porque sé que tú, mi Dios,
también eres un Dios pobre.
Un Dios a veces solo.
Un Dios que no exige, sino que invita.
Que no fuerza, sino que espera.
Que no obliga, sino que ama.
Y lo mismo haré en mi mundo,
con mis gentes, con mi vida:
aceptar lo que venga como un regalo.
Eliminar de mi diccionario la exigencia.
Subrayar el verbo ‘dar’.
Preguntar a menudo: «¿Qué necesitas?»
«¿Qué puedo hacer por ti?»,
y decir pocas veces «quiero» o «dame».
Y así sigo, Dios: Aquí,
sin más, en soledad.
En silencio.
Contigo, mi Dios pobre.

Oración de José Mª Rodríguez Olaizola, sj

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