De vacunas y pesadillas

Hoy hace un año, el 23 de enero de 2020, se decretó el confinamiento absoluto en Wuhan, la populosa ciudad china donde, desde primeros de diciembre del año anterior, se habían diagnosticado casos de una enfermedad viral emergente que hoy conocemos como Covid-19. Un año después, se han confirmado más de 83 millones de contagios en el planeta (en realidad muchos millones más, dado que los casos no confirmados pueden suponer un 30-50% más), con casi 2 millones de muertes (ídem).

Todavía no hemos despertado de la pesadilla que comenzó hace un año en esa ciudad china, y entramos en el segundo año de este mal sueño con la infección propagándose de forma descontrolada en pueblos y ciudades de España, de norte a sur y de este a oeste, con más de 40.000 contagios al día y más de 400 muertos diarios. Nuestras autoridades sanitarias y no sanitarias parecen incapaces de controlar esta pandemia, esta es la triste realidad. Las causas de este hecho son múltiples y no es el lugar ni el momento de analizarlas, aunque puedo sugerir una pista: el éxito en el control de una enfermedad infecciosa, lo sabemos desde el medioevo, radica en identificar con rapidez a los infectados y proteger a quienes no lo están. Nuestro ministerio de sanidad fracasó en esa tarea al principio de la pandemia, sobre todo por falta de test diagnósticos en los primeros meses, y en ningún momento ha sido capaz de coordinar una respuesta consistente, por lo que nos encontramos asediados de nuevo por los contagios, los ingresos hospitalarios y los muertos.

Triste realidad con la que hemos de convivir día a día los sanitarios como yo y la población general como ustedes. Nos hemos tenido que acostumbrar a vivir con miedo: miedo al contagio, a la enfermedad y la muerte; a la pérdida de seres queridos, de aquellos que nos importan; del empleo, de la empresa, de la capacidad adquisitiva; de los sueños y proyectos, de las ilusiones cotidianas sencillas, como un fin de semana en el campo, unas vacaciones, ver a la familia que vive en otra provincia o en otro país. Además, sin saber qué nos espera, en manos del peor gobierno en el peor momento. Los daños sociales, económicos y políticos que estos gobernantes están produciendo son gravísimos, y perdurarán mucho tiempo después del fin de la pandemia.

En este contexto de malas noticias y peores realidades, ha comenzado de forma lenta y dificultosa la campaña de vacunación. El desarrollo de vacunas a “velocidad pandémica” es uno de los hitos científicos más destacables de estos meses, y aun cuando las incógnitas sobre las mismas son numerosas, son por el momento nuestra única posibilidad de protegernos a nivel individual de esta pesadilla, dado que no hemos encontrado hasta ahora un fármaco eficaz.

Acepté recibir la primera dosis tan pronto como se me ofreció, hace unos pocos días, y ahora los sanitarios cruzamos los dedos en espera de una 2ª dosis, que no sabemos si podrá administrarse en fecha, dada la escasez en el suministro. Eso no disminuirá nuestra preocupación por las personas queridas no vacunadas, tan sólo podrá brindarnos una cierta protección para seguir cuidando a otros. Tampoco nos librará de las duras medidas no farmacológicas que buscan disminuir los contagios: seguiremos mucho tiempo viviendo lejos de los demás, sin poder abrazarlos, ocultos tras las mascarillas.

Soy consciente de que los costes emocionales y físicos del cuidado de los pacientes son cuantiosos y pagaremos su precio durante meses, quizás años. Hemos visto enfermar a compañeros de trabajo, hemos tenido que aceptar la pérdida de numerosos pacientes, y los hemos visto morir solos; hemos tenido que comunicar por teléfono noticias atroces a personas que no conocíamos, sin poder acompañar con una mirada, con un gesto. Todo esto, incluso para personas curtidas en la profesión médica, supone una desolación que nos acompañará toda nuestra vida, al igual que, en mi caso, lo ha hecho la muerte de tantas personas jóvenes en la primera pandemia que viví, el SIDA, y el haber presenciado la muerte por hambre de no pocos niños en Honduras o en África, en sus días.

Recemos los unos por los otros en este tiempo difícil. Sigamos apoyándonos todo lo que podamos, pidiendo el auxilio de quien puede dárnoslo: “cuando nos llegue la prueba, no nos dejes sucumbir a ella”.

Aunque con retraso, Feliz Navidad

Disculpen por no haberles felicitado la Navidad en su momento, cosa que, con mejor o peor humor, había hecho todos los años precedentes. Me encontraba enfermo y sin ánimos. Unos días antes, un compañero se contagió de Covid-19, un poco después me encontré mal, afortunadamente ha sido una simple amigdalitis y se ha podido curar con amoxicilina y paracetamol. Por desgracia, él no ha tenido tanta suerte y está ingresado en las mismas habitaciones en las que ha atendido a innumerables enfermos. En el contexto actual, en los hospitales y en las calles seguimos esquivando la enfermedad, esperando la tan ansiada vacunación, sobre la que espero escribir otro día.

Mientras tanto, convivimos día a día con dos ingredientes de este año aciago: la incertidumbre y el miedo. Quizás algo atemperados con respecto a los meses más duros de la pandemia, pero siguen estando ahí, porque, a pesar de las precauciones, “al que le toca, le toca”, y sigue siendo una infección potencialmente devastadora.

Por más que lo intentemos vivir de la forma más cristiana posible, son unas Navidades tristes, con las personas queridas en la lejanía, sin poder desplazarse, sin poder abrazarnos, ocultos tras las mascarillas. Echando de menos a personas que ya no volverán, llorando a los ausentes.

Me repito que Jesús viene en las circunstancias que nos toca vivir, pero eso no elimina la desdicha; las perspectivas y las realidades económicas y sociales ruinosas no ayudan precisamente. Es Navidad, pero la fe sigue poniéndose a prueba. Me repito que el miedo es uno de los enemigos de la fe, intento vencerlo y convivir con él lo mejor posible: miedo a enfermar, a que lo haga una persona querida, a la quiebra de las empresas, al desempleo de los familiares, a otras cosas que no menciono, cada quien podrá escribir las suyas.

A pesar de todo, aunque sea con retraso, les deseo Feliz Navidad.

Una madre, un hijo. Una hermana, un hermano.

Ella tenía 80 años y muchas enfermedades previas. Él, no llegaba a los 60. Ignoro quién contagió a quién, quizás un nieto llevó la enfermedad a la casa, no lo sé. No pude hacer mucho por ella, no respondió a los tratamientos que a día de hoy utilizamos, tan sólo proporcionarle una muerte confortable. Nunca supo que su hijo agonizaba en la UCI, unos pisos más abajo. La sobrevivió unos pocos días.

Mi deber fue informar de la muerte de la madre a un hijo no infectado, en aislamiento domiciliario por haber sido contacto. Me preguntó cómo podía asimilar tantas pérdidas, su madre y su hermano a la vez. No supe qué responder, sólo expresarle mi pesar y mi simpatía.

La hermana tenía casi 90 años, pero muy buena calidad de vida. El hermano, algunos menos, pero peor salud. No ingresaron en la misma habitación, aunque sí en la misma planta. Cuando él murió, esperaron que fuese yo quien, unas horas más tarde, durante el pase de visita, le diese la noticia a la mujer. No fue fácil, pero ella lo tomó con la entereza de una mujer creyente y adulta: había rezado para que fuese así, para que él muriese antes, no quería dejarlo solo, pensaba que no se arreglaría sin ella, siempre habían vivido juntos. La vi llorar a través de la pantalla protectora, con el respeto profundo que produce asistir al dolor humano, sobre todo cuando está cuajado de dignidad.

No busco impresionar, quizás sí conmover, como me conmueve a mí el simple recuerdo de lo vivido estas semanas. Esta es la dura realidad de una sala Covid-19 en un hospital cualquiera, estoy convencido de que colegas míos habrán vivido casos similares a lo largo y ancho del país, ante una enfermedad que penetra en los hogares y puede devastarlos, como en los casos que narro.

El gobierno de la nación, cuyo primer deber es proteger a los ciudadanos, ha vuelto a fracasar. La segunda oleada barre el país de norte a sur y de este a oeste. Los especialistas en epidemiología y salud pública de las distintas administraciones, han fracasado, así como la asistencia primaria. Covid-19, entre otras muchas consecuencias, ha puesto de relieve las debilidades de nuestro sistema sanitario público, que creíamos omnipotente, siempre jactándonos del número de trasplantes, de los medios de que disponíamos. Se ha roto por su eslabón más débil, la asistencia primaria: los médicos de familia, aunque entrenados en salud pública, han carecido de los instrumentos necesarios, abrumados desde hace décadas por tareas administrativas; mal pagados, desmoralizados, sometidos de forma cotidiana a agresiones psicológicas e incluso físicas: el Salud  se negó a que hubiese personal de seguridad en los centros de asistencia primaria, de eso tan sólo hace unos meses, después de la última y grave agresión a un sanitario. No puede improvisarse en unas semanas un sistema capaz de realizar las 3T claves en el control de una pandemia: “Test, trace and treat” (diagnosticar mediante pruebas, rastrear y tratar, decidir qué hacer con el paciente: aislarlo u hospitalizarlo).

Menos aún si, en vez de sacar adelante leyes y normas útiles a la ciudadanía, el gobierno insiste en gobernar persiguiendo un objetivo que se va dibujando de forma cada vez más clara: la destrucción sistemática del modelo democrático que nos dimos con la Constitución de 1978. Para ello, ha dinamitado el principio básico de una democracia, que es la independencia del poder judicial. Ignorando el sufrimiento de cientos de miles de trabajadores que no han cobrado sus ERTE, aumentando día a día la brecha entre quienes tienen un trabajo por ahora seguro y quienes lo han perdido o viven con el medio a perderlo, ha decidido laminar el tejido empresarial, posiblemente con el interés puesto en crear un país de subsidiados. Un gobierno que se sostiene con el apoyo de quienes reventaron nuestra convivencia, y con los herederos de aquellos que, durante décadas, sembraron calles y plazas de sangre y de dolor. Como indiqué en alguna entrada previa, el peor gobierno en el peor momento.

Sólo con estas claves de lectura puede entenderse la estrategia ante esta segunda oleada. La población muere en medio de un vacío de liderazgo, en medio de normas contradictorias y cambiantes, que constituyen, en palabras del expresidente González, “una puñetera locura”. La falta de credibilidad en las instituciones es progresiva y preocupante, y cabe la posibilidad de un estallido popular. La única estrategia ante la pandemia, tal como ocurrió en primavera, es mediante el cercenamiento de las libertades públicas a través de confinamientos cada vez más abrumadores, condenando al país al desánimo y a la pobreza. Ante una gestión así, no son pocos quienes consideran roto el contrato social, por el que los ciudadanos sostienen a las instituciones a cambio de que éstas les protejan y velen por su bienestar. Qué consecuencias pueda tener esta fractura, es difícil de prever.

Soy consciente de haber dibujado una pintura negra, quizás condicionado por mis vivencias de estos meses en la sala Covid-19. Sin embargo, no creo que mi lectura se aleje mucho de la realidad nacional, una realidad que la mayoría de políticos pretenden ignorar. A pesar de todo, debo decirles que mis convicciones profundas siguen intactas: Dios es padre y no nos abandona, y los hombres somos hermanos. Esta segunda cuesta más de creer, pero eso es la fe, creer lo que no se ve. Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.

Covid-19 en España: una pesadilla predecible

Para título de mi entrada de hoy, reformulo una reciente editorial que nos dedica la prestigiosa revista médica británica The Lancet, el 16 de este mes (Covid-19 in Spain: a predictable storm?). Estamos viviendo de nuevo un mal sueño, del que nos llevará mucho tiempo despertar. Otra vez prohibiciones y limitaciones, ahora ampliadas con un toque de queda. Otra vez la angustia por el posible contagio, propio o de una persona cercana. La zozobra de quienes como consecuencia de la pandemia han perdido su empleo o están en riesgo de perderlo. La preocupación de pueblos y ciudades, sometidos a controles de entrada y salida, al cierre de bares y restaurantes, a repetidos confinamientos.

Y lo que es todavía peor, sin visos de mejora, al ser conscientes de hallarnos en manos de incompetentes reconocidos, cuya gestión es cuestionada incluso desde revistas médicas internacionales, que ante la crudeza de la segunda oleada reflejan en sus comentarios las debilidades de nuestro sistema sanitario y las incongruencias de los políticos que nos gobiernan; la pobre coordinación entre las autoridades centrales y regionales; la falta de preparación, la debilidad del sistema de rastreo y seguimiento, incluso el hecho de que los datos que se publican son tan insuficientes que impiden comprender la dinámica de la epidemia.

No son opiniones que me invento, acuñadas por mi propio razonamiento, sino formuladas con claridad en la editorial de una revista científica de garantía, que explica que la excesiva celeridad en la reapertura y la excesiva lentitud en la implementación de un sistema de diagnóstico y seguimiento conduce a confinamientos forzosos como única medida capaz de detener el avance del virus, aun cuando la segunda oleada era completamente predecible. Pagamos las consecuencias de estar en manos de un gobierno polarizado y sectario, que en vez de dedicar sus abundantes medios técnicos y humanos a preparar a la sociedad para este segundo ataque, se ha dedicado a pergeñar leyes divisivas, cuando no abiertamente ofensivas para millones de españoles, en vez de redactar aquellas que ayudasen a combatir la pandemia.

Podemos asimismo aplicar a nuestro país el título de la editorial de otra revista médica, la norteamericana New England Journal of Medicine, del 8 de este mes: “Muriendo en un vacío de liderazgo”. Cuestiona la gestión de la actual administración norteamericana, al igual que muchos cuestionamos la del actual gobierno de España, cuya praxis nos ha llevado de nuevo a despertarnos con el sobresalto de las cifras abrumadoras de ingresos en unidades de cuidados intensivos, de muertos.

Sé de lo que hablo: desde el 1 de septiembre trabajo en el pabellón Covid-19 de un hospital del Noreste, día tras día atiendo personas de todas las edades con fiebre y falta de oxígeno, aplicando los pocos tratamientos que sabemos que funcionan y algunos cuya eficacia no se ha demostrado, pero que hemos reconvertido de otras esferas de la medicina con la esperanza de que ayuden a nuestros pacientes. Muchos sobreviven y vuelven a sus casas, aunque en numerosos casos necesitando aporte de oxígeno después del alta. Pero otros acaban en cuidados intensivos, y no pocos mueren, sobre todo los más ancianos. Covid-19 es una enfermedad llena de incógnitas y campos oscuros. Conocemos mejor algunas de sus manifestaciones, pero se reproduce fielmente el espectro de la primera oleada: entre el 15-20% de los infectados necesitan ingresar en el hospital para recibir oxígeno y medicamentos intravenosos; aproximadamente el 5% de los que ingresan necesitan cuidados críticos, y en ellos la mortalidad supera el 50%; y hay grupos etarios (por ejemplo los mayores de 80), cuya mortalidad en el hospital puede superar el 60%. Son los fríos guarismos de esta pandemia.

Para mí, sin embargo, la realidad va más allá de las cifras: la componen rostros concretos, personas que veo empeorar día a día; familiares que esperan una llamada telefónica que alivie (o quizás incremente) su angustia; está hecha de malas noticias comunicadas a través de la distancia, de padres o hijos cuya voz se quiebra al oír frases que nadie quiere escuchar y que ningún médico querría decir.

Ahora ya no hay aplausos en los balcones, y las declaraciones rimbombantes y llenas de soberbia del presidente del gobierno las escucha cada vez menos gente. Cualquier persona que utilizase de forma tan estéril el esfuerzo de sus profesionales sanitarios, que gestionase de forma tan ineficaz una crisis que está arrasando nuestro país y ha costado la vida de más de 60.000 compatriotas, afrontaría en casi cualquier lugar del mundo consecuencias legales. Sin embargo, aquí se arroga inmunidad por sus acciones y omisiones. Me pregunto si algún día le llegará el momento de rendir cuentas.

Disculpen estas reflexiones poco halagüeñas, pero son consecuencia de la realidad que me toca vivir. A pesar de todo, no sucumbamos a la desesperación y al miedo. Tal como hicimos en la primera oleada, cuidemos los unos de los otros, hagamos lo que podamos por los demás, cada uno en el lugar en el que le toca estar. Acojamos la incertidumbre con el espíritu abierto de “quien mira ante todo a Dios y sólo de Dios deriva su esperanza y su fuerza”. No nos queda mucho más.

Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos, y recemos los unos por los otros en este momento difícil de nuestra nación.

Covid-19: armémonos de paciencia, porque …

Desdichadamente, las predicciones del Dr. Horton, que reflejaba en mi entrada anterior, se han cumplido: nos hallamos en el centro de una segunda oleada de Covid-19, o simplemente nunca desapareció la primera. De nuevo convivimos con cifras elevadas de contagios, de ingresos hospitalarios, no pocos de ellos en cuidados críticos y, tristemente, muertos. No en los números terribles de marzo y abril, pero tenemos que llorar de nuevo a numerosos compatriotas.

Muy probablemente no ha habido una sola razón para que nos encontremos así, es un fenómeno multifactorial. Afrontar una epidemia requiere una coordinación nacional y un liderazgo del que nuestro país carece, no las respuestas individuales de 17 autonomías tirando en diferentes direcciones, al albur de políticas partidistas. Requiere una pedagogía de la ciudadanía que no ha existido. Exige aprender de errores pasados, admitir los fracasos y aceptar una evaluación independiente de la respuesta que nuestro país ha dado y está dando a Covid-19, tal como solicitaron en carta publicada el 6 de Agosto en Lancet un grupo de 20 investigadores españoles que trabajan tanto en España como en instituciones extranjeras prestigiosas. De esta carta, que algún día comentaré con más detalle, se hizo eco la prensa, pero enseguida ha caído en el olvido. Exige buscar las explicaciones de por qué otra vez nuestro país se coloca el primero en la trágica clasificación de contagiados y muertos de nuestro continente. Sólo así aprenderíamos del pasado y nos prepararíamos para el futuro.

Todo ello es imposible con el actual gobierno de la nación, el peor gobierno para uno de los peores momentos de nuestra historia reciente. Por esta razón, estamos condenados a armarnos de paciencia y convivir con la epidemia hasta que dispongamos de una vacuna efectiva, esquivando los contagios de la mejor manera posible, extremando las medidas de precaución individuales y en nuestro círculo inmediato, sobreviviendo como personas y como familias a una crisis económica sin precedentes en nuestro periodo vital, y rezando para que la situación no empeore todavía más con el reinicio del curso escolar y la llegada de los virus gripales al hemisferio norte. Nos esperan meses muy duros, que nos pondrán a prueba como personas y como sociedad. Apoyémonos unos a otros, ayudémonos en lo que podamos, porque no tenemos más remedio que seguir conviviendo con esta pesadilla. Con esta historia cruel de pacientes y contagiados aislados, poblaciones confinadas, y familiares que no pueden visitar a sus ancianos queridos en las residencias, convertidas por exigencia de la situación epidemiológica en recintos de aislamiento. Todo ello resulta muy doloroso.

En otro orden de cosas, comentarles que en unos pocos días comenzaré a trabajar en el Hospital Reina Sofía de Tudela, pero eso es otra historia.

Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos, y por este país.

No querría ser aguafiestas, pero …

Es posible que esta pesadilla no haya concluido.

Llevamos unas semanas disfrutando de todo aquello que nos fue arrebatado. Hemos vuelto a hacer deporte al aire libre, a salir a tomar una cerveza, nos hemos reencontrado con familiares, incluso pueden hacerse breves visitas en algunas residencias de ancianos. Sí, hay rebrotes, pero parece que se controlan.

Sin embargo, no puede descartarse una segunda oleada que sea más letal que la primera, tal como ocurrió en la gripe de 1918. Lo analiza hoy con su agudeza habitual Richard Horton en Lancet (“Fuera de línea: la segunda oleada”). Todavía hay diseminación viral, el virus todavía es letal, y la inmensa mayoría de la población es todavía susceptible.

¿Tolerarían ustedes un nuevo confinamiento? ¿Sería sostenible un cierre mantenido de los colegios? ¿Qué ocurriría si hubiese que congelar de nuevo la economía, cuando están apenas comenzando a llegar las consecuencias del cierre anterior?

Hay una lección que aprendimos con el SIDA: ninguna medida aislada es adecuada para controlar la transmisión viral. La prevención debe ser combinada, en el caso del coronavirus, una mezcla de medidas que incluye el lavado de manos, la higiene respiratoria, el uso de mascarillas, el distanciamiento social, y la evitación de las concentraciones de masas. Todo esto debe observarse a nivel individual, de cada ciudadano, pero las autoridades deben velar por su cumplimiento en cada calle y en cada plaza de cada ciudad y cada pueblo de España.

Mientras no haya una vacuna que nos proteja de esta pesadilla, no puede bajarse la guardia de ninguna manera. Hemos visto y hemos escuchado demasiado sufrimiento como para olvidar y seguir adelante como si esto fuese un simple paréntesis en nuestra vida. Me temo que puede pasar mucho tiempo hasta que hablemos de Covid-19 en pasado. Y ojalá me equivoque.

Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.

Covid-19 en España: Pan y circo; no ha sido en absoluto “una tormenta perfecta”

El hecho de que se realicen test diagnósticos de Covid-19 a los futbolistas y no al resto de la población o a todos los sanitarios que lo requieran, es una vergüenza nacional, impropia de un país civilizado. Es expresar de hecho que unos ciudadanos son más importantes que otros, y hacer buena la costumbre romana de proporcionar entretenimiento a los gobernados, expresada en el dicho “Panem et circenses”.  A fecha de hoy, meses después de que la OMS declarara la infección por SARS-Cov2 una pandemia y tras varios meses de confinamiento, el gobierno de la nación sigue siendo incapaz de proporcionar herramientas diagnósticas que permitan conocer la dinámica de la epidemia, y es asimismo incapaz de aportar datos reales que permitan conocer con veracidad el número de muertos, algo chocante en un país en que por ley el médico rellena un certificado oficial en todas y cada una de las defunciones. Tras décadas de intentar ejercer una medicina basada en la evidencia, pasamos a una medicina basada en las existencias: si tengo medios, intento hacer diagnósticos; si no, no pasa nada; si hay respiradores libres, intubo y ventilo al paciente y le doy la posibilidad de sobrevivir (aun sabiendo que más de la mitad de los pacientes que ingresan en UCI por Covid-19, fallecen), pero si no lo hago, la probabilidad de morir es prácticamente del 100%. Este ha sido el ejercicio de la medicina en nuestro país durante estos meses, un desafío al sentido común y a la praxis científica tal como la conocíamos. Un país que ocupa los primeros lugares en la escala infausta de número de muertos por millón de habitantes, y posiblemente el primero en sanitarios infectados. Tristes logros.

Porque otro manejo de la epidemia era posible y viable, tal como han demostrado otros países (Alemania, Corea del Sur, Singapur). Esta no es la primera epidemia que hemos conocido, ni posiblemente será la última (salvo para los muertos y las numerosas víctimas colaterales, para ellos sí ha sido la última), y el conocimiento científico indicaba con claridad cómo debía manejarse. Esta no ha sido ninguna “tormenta perfecta” (acontecimiento meteorológico imprevisible e inmodificable), sino la gestión más imperfecta que podía haberse realizado, conviene utilizar con propiedad el lenguaje y no mancillarlo por más tiempo. Otra cosa es que, desde el punto de vista virológico, este virus se comporte como un agente infeccioso perfecto, con alta transmisibilidad en periodos asintomáticos o presintomáticos, lo cual, sin test masivos, lo convierte en prácticamente incontrolable. Pero eso es virología, no gestión sanitaria, política y de recursos. Son problemas diferentes.

Hay hechos de este virus que escapaban al control humano, pero había una miríada de fuerzas biológicas, medio ambientales, sociales y políticas, que han influido en su diseminación, y cómo conceptualizamos esas fuerzas tiene gran importancia tanto para el presente como para el futuro (médicos bostonianos NEJM 16.04: “No una tormenta perfecta-Covid-19 y la importancia del lenguaje). Cómo utilizamos las metáforas para describir una enfermedad afecta de forma profunda a nuestra experiencia de la misma, y la manida metáfora de la tormenta crea un discurso de salud pública reactivo en vez de proactivo, reductivo, que priva de capacidad de maniobra y dota de una coartada a los responsables de la gestión. Que erosiona el sentido de rendición de cuentas (el accountability de los sajones) en el desarrollo de cómo las crisis de salud pública ocurren y evolucionan. Las epidemias no son simplemente eventos naturales, biológicos: son también el resultado de acciones humanas, por acción y omisión, tanto en su emerger como en su contención y desarrollo ulterior. Covid-19 puede ser un virus nuevo, pero brotes como el que hemos conocido podían y debían anticiparse, y disponíamos de la información científica que lo permitía. Negar esa realidad no va a ayudarnos a salir de este atolladero, todo lo contrario.

Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos, por el país y por este mundo que se halla en la prueba.

Los sanitarios aragoneses y las bolsas de basura de la Sra. Ventura

Como he comentado en otras ocasiones, España tiene el triste honor de ser el país del planeta con mayor número de trabajadores sanitarios contagiados. Más de 40 médicos han muerto por Covid-19. Tal como señala un editorial del BMJ de 05.05 en referencia a la escasez de equipos de protección individual en el Reino Unido, debemos afirmar que en España también se ha producido un caso de “traición institucional”: instituciones poderosas han actuado de forma que se ha dañado a aquellos que confiaban en ellas para su seguridad. Al igual que en otros países, sobre todo al inicio de la epidemia, los sanitarios han intentado autoprotegerse, a veces fabricando de forma artesanal materiales de protección que sus jefes y directivos no les proporcionaban. En muchos casos han recibido la ayuda desinteresada de ciudadanos anónimos, que han producido mascarillas de tela con sus máquinas de coser, pantallas de protección con impresoras 3D, gafas, en una demostración admirable de solidaridad interhumana.

Recuerdo perfectamente una mañana de sábado en el acmé de la epidemia, atendiendo en un domicilio al hijo moribundo de una amiga, con una patología oncológica. Como no disponía de lo necesario para administrar medicamentos por vía subcutánea, requerí ayuda de la asistencia primaria; al poco rato aparecieron un enfermero y una enfermera con visores artesanales y protegidos con bolsas de basura. Sentí ganas de llorar, en parte de alivio al darme cuenta de que el problema del paciente iba camino de resolverse, en parte al ver cómo aquellos jóvenes se veían obligados a buscar medios de protección lejanos de lo óptimo.

Por eso resultan intolerables las declaraciones de la consejera de salud de la comunidad autónoma donde vivo, que dijo en comisión parlamentaria que los trabajadores sanitarios habían elaborado EPIs con bolsas de basura para sentirse útiles. Si no fuera porque hay decenas de miles de ellos infectados y varias docenas de muertos, provocaría risa. Sin embargo, mueve al llanto y a la ira.

Este es un gran país que merece mejores políticos, personas que no insulten a sus ciudadanos, tal como ha hecho esta consejera. El presidente de este gobierno autónomo debe ser consciente de que suscribe tales declaraciones manteniéndola en su puesto. En este momento de emergencia nacional, con tanto sufrimiento padecido y por padecer, no hay lugar para la arrogancia, tampoco debiera haber para el secretismo, al hilo del equipo de “expertos” que decide sobre nuestras vidas, pero eso lo dejo para otro día. No necesitamos una “nueva normalidad” completamente anormal, sino una nueva forma de hacer política, y la señora Ventura no tiene cabida en ella.

Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos, y por este país.

Mascarillas ante el Covid-19 (“el medio es el mensaje”), y otras reflexiones

Entramos en un nuevo periodo del Covid-19. De la primera etapa, hay algunos datos y reflexiones que quiero compartir.

España es, desdichadamente, uno de los países del mundo con mayor mortalidad por millón de habitantes, mucho mayor que la reconocida por el gobierno. Un estudio de la Universidad Politécnica de Madrid (ETSIDI) coloca la cifra en más de 40.000 muertos. Por desgracia, muy posiblemente refleja la realidad de forma mucho más fiable. Es mi tarea –y la de otros- descubrir las biografías de quienes han vivido y muerto por el Covid-19, para comprender lo que esta epidemia en realidad ha supuesto en nuestro país, y que ha tocado la vida de cada uno de alguna forma: sanitaria, social, económica, en la salud mental … todos somos afectados, es un evento en nuestras biografías que marcará nuestras vidas en el presente y el futuro.

A fecha de hoy, aun cuando existen cientos de estudios en curso (posiblemente demasiado disgregados), ninguna estrategia se ha revelado superior al tratamiento estándar de soporte. Es difícil imaginar que los resultados que vayamos a tener en el futuro con los fármacos que se están experimentando cambien esta tendencia, parece claro que no hay “una bala mágica” contra este virus, ni la va a haber en el futuro, en espera de descubrir una vacuna eficaz. Aconsejo a mis colegas directamente implicados en la asistencia a los pacientes Covid-19, ser prudentes, tal como indican no pocos autores mucho más cualificados que yo (Lancet Respir Med 28.04, un comentario de autores multinacionales expertos en enfermedades infecciosas; NEJM también del 28.04, dos científicos de Boston, en un comentario excelente, “Covid-19- A reminder to reason”).

Hay una absoluta asimetría en cómo los diversos países han gestionado la pandemia, desde los exitosos (transmisión controlada o mortalidad baja: Singapur, Taiwán, Corea del Sur, Alemania, Islandia), a los catastróficos (Italia, España, Reino Unido, Estados Unidos, claramente más tardíos en imponer medidas de salud pública y sobre todo en la realización de test diagnósticos). Esa heterogeneidad en los resultados me lleva a las reflexiones siguientes.

Una vez decididas las medidas de relajación del aislamiento, parece obvio que asistiremos a rebrotes o a una epidemia de baja intensidad, con menos casos pero igual letalidad, dado que en realidad, al no hacerse los suficientes test y con la suficiente periodicidad, desconocemos qué dinámica sigue la infección en la comunidad (a veces ni siquiera lo sabemos en los hospitales). Por eso, es el momento de la ciudadanía, de que los individuos protejan y se protejan. Es el momento de utilizar mascarillas no sólo en espacios cerrados, sino por la calle, para vehicular el mensaje de que seguimos teniendo un problema potencialmente letal entre nosotros, ignorado por quienes incumplen las normas de seguridad y distanciamiento social. En este momento, el medio (la mascarilla) es el mensaje, como brillantemente formuló McLuhan.

Debería ser la ciencia la que guiase las decisiones políticas, y a día de hoy no tenemos certeza del grado y naturaleza de la transmisión en la comunidad. Debería permitirse la vuelta al trabajo o a cualquier otra actividad basándose en la situación de inmunidad, y eso es imposible sin test, que repito deberían ser periódicos (cada dos semanas al menos), en cada centro de trabajo, hospital, institución, con el aislamiento y seguimiento de contactos de los casos nuevos. Tampoco sabemos si durará -y cuánto- la inmunidad de los que han sobrevivido a la infección (afortunadamente, la mayoría), ni si los anticuerpos que ha producido les protegerán, son necesarios estudios longitudinales que intenten contestar a estas preguntas. Del mismo modo que la ciencia debería guiar la estrategia sanitaria concreta (valor de los tratamientos, potenciales vacunas), debería guiar las decisiones políticas, basadas en la mejor evidencia y no en suposiciones o cálculos electorales (todo esto lo describen brillantemente dos infectólogos británicos y uno estadounidense el 27.04 en Lancet, “What policymakers need to know about Covid-19 protective immunity”). La estrategia actual de relajar el confinamiento sin en realidad saber qué ocurre es una temeridad, nada tiene que ver con proseguir o no el estado de alarma.

La gestión de este gobierno supone una fractura en el contrato social (terminología acuñada por la Ilustración) de lealtad mutua entre gestores y ciudadanos. Se ha perdido la reciprocidad que lleva a la lealtad, porque la ciudadanía –encabezada por sanitarios y otros muchos servidores públicos y privados- ha cumplido su parte, en algunos casos de forma heroica e incluso martirial, pero este gobierno concreto no ha cumplido la suya. Ha sido lento en su reacción e incapaz de defendernos del virus, como sí han hecho otros muchos gobiernos. Su gestión se ha caracterizado por la falta de transparencia y de rendición de cuentas (accountability en inglés, editorial de Lancet vol 395, 2.05.2020), de negación de la propia responsabilidad en una gestión a corto plazo, exclusivamente reactiva, por la que estamos pagando y pagaremos un precio exorbitante. La función básica de un gobierno es servir y proteger a su pueblo, y éste la ha incumplido. Yo no puedo estar de acuerdo con un gobierno que ha hecho estas cosas. En mi caso, acabó hace bastantes días la hora de los aplausos y comenzó la de las cacerolas.

Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos, por este país y por este mundo en que vivimos, en la hora de la prueba.

Nos llamaron y fuimos

Este lunes, tras tres semanas en la sala Covid de mi hospital, volví a mi planta. El número de pacientes ha disminuido y mi presencia ya no era necesaria. Quedan atrás tres semanas de vestirse y desvestirse del material de protección, quizás no el más sofisticado, pero eficaz y suficiente en todo momento. De visitar personas aisladas, con quienes la comunicación no siempre era fácil y que he visto deteriorarse día a día, privadas de sus referentes habituales (lugares, voces, rostros conocidos), muchas de ellas ya previamente en situación cognitiva precaria. Y de dar noticias –algunas veces funestas- por teléfono, a personas a quienes jamás vi y posiblemente nunca conoceré, sin la posibilidad de un gesto, de una cercanía que no podíamos tener. Debo decirles que quizás esto haya sido lo más duro, escuchar a un esposo, una esposa, una hija, un hijo, quebrarse al otro lado de la línea. Resulta muy cruel y debo reconocer que más de una vez tuve que luchar contra mis propias lágrimas.

Conviviremos con esta enfermedad mucho tiempo, aunque posiblemente no golpee tan duro numéricamente en el futuro; ya nos pasó con el SIDA (hay algunos paralelismos entre ambas situaciones, que algún día comentaré con algo de detalle). Una pandemia, como no puede ser de otra manera, modificará la práctica de la medicina en el futuro, y producirá –como ya está produciendo- disrupciones sociales y económicas sumamente profundas, de hecho las publicaciones médicas ya están advirtiendo sobre ellas; en medicina conviene ser realista, sobre todo para beneficio del paciente, que en este caso es el planeta entero. Pero dejo esas reflexiones para otro día.

Mi conclusión de estas semanas, que me acerca al contenido del artículo escrito por una médico del Massachusetts General Hospital publicado en NEJM el 13 de abril, es que la abrumadora mayoría de profesionales sanitarios “fuimos cuando nos llamaron”. Esa es una experiencia compartida por todos nosotros: cuando el médico de familia recibe una llamada telefónica urgente, o cuando el médico hospitalario escucha su buscapersonas durante la jornada de trabajo o una guardia, acude sin dilación, a veces a la carrera. Las emociones que experimentamos son variadas y dependen del momento y la edad: orgullo, hastío, curiosidad, aprensión, gratitud, exasperación, júbilo .. son algunas de ellas. Pero sin importar lo que sintamos, siempre acudimos. No porque seamos particularmente valientes, no porque no temamos por nuestra propia seguridad o de nuestras personas queridas, sino porque como médicos jamás hemos evitado el sufrimiento de nuestros semejantes. Quizás lo aprendimos en la facultad de medicina, o más adelante durante la residencia. Lo hemos confirmado una y mil veces a lo largo de nuestra vida profesional, y lo seguiremos haciendo. Para los médicos y enfermeras, esta epidemia ha sido el equivalente del bombero que entra en un edificio en llamas. Por lo general, a diferencia de éstos, los sanitarios no ponemos nuestra vida en riesgo al ejercer la medicina, pero esto cambia en las enfermedades contagiosas, sobre todo si ocurren de forma epidémica como ésta; siempre ha sido así, los sanitarios han compartido en estas circunstancias la suerte de sus pacientes.

A fecha de hoy, más de 30.000 sanitarios se han infectado en España atendiendo enfermos. Esa cifra abrumadora dice que fueron cuando les llamaron y que las instituciones en las que trabajaban fueron incapaces de protegerles; en último término, que las autoridades sanitarias –que después de esto carecen de cualquier atisbo de auctoritas– les enviaron sin los medios necesarios. Esto es duro, pero nos devuelve a la raíz misma de nuestra profesión y vocación: nuestro compromiso era con los enfermos a quienes cuidábamos –y en situaciones de epidemia con la sociedad entera-, no con quienes nos mandaban. A éstos, no les reconocemos nada ni les debemos nada, más bien todo lo contrario.

Personalmente, no puedo quejarme: he dispuesto de material de protección, el grupo humano con el que he trabajado ha sido, en su mayoría, competente y capaz, de hecho la camaradería y unidad de propósito son ansiolíticos eficaces y el trabajo no me ha resultado más penoso de lo que ya esperaba. Pero no todos mis colegas han tenido tanta suerte, que se lo pregunten a los médicos que han muerto y a sus familias.

Concluiré –tal como hace mi colega norteamericana- con las palabras del Dr. Rieux en “La peste”, el libro de Camus tan citado en estos tiempos: “no sé lo que me espera ni lo que ocurrirá cuando todo esto termine. Por el momento, sé esto: hay gente enferma y necesitan que los cure”. En muchas ocasiones no hemos podido curar, pero siempre hemos intentado acompañar y aliviar.

Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos y por este país.