El Shanghái de los embrujos

imgShanghai4Lo mejor es siempre el regreso. Es bonito viajar, pero haber viajado es hermoso. Irse de casa para tener una casa donde volver: esa deferencia que tiene con nosotros la fortuna. He estado una semana en Shanghái, guiado por agradables motivos profesionales. Cuando hablaba por teléfono con María me decía: “Le pregunto a Alicia, ¿dónde está papá”? y me responde con su divertida lengua de trapo: en Sangay, en China”. Cuando me vio en la tele, retornado del largo viaje, le pareció milagroso que su padre apareciera repentinamente en la pantalla. “Papá, papá… éte, éte”, decía señalándome. Pero lo mejor fue cuando a la mañana siguiente, al preguntar por mí, como quiera que su madre le dijo que me había ido a Shanghái, empezó a llorar con desconsuelo. Como en la casa de uno, ya digo…

Shanghái es un glorioso despropósito, una paradoja que no esconde su cínica condición. O de otro modo: la invención del círculo cuadrado, pues no de otro modo puede calificarse al comunismo capitalista. Semejante monstruo es animal inconcebible, amén de inexistente. Lo del capitalismo es cierto, rampante y abrasivo. Lo del comunismo, sin embargo, es pura fachada oficial, ceremonia folklórica hueca con que un rígido sistema autoritario se mantiene sobre el abismo de una cáscara vacía. ¿Comunista un país donde la seguridad social es en la práctica irrelevante, la escuela pública de pago, las pensiones irrisorias? Una clase emergente de nuevos ricos, de multimillonarios felices pasean sus coches de lujo y descorchan botellas de Don Perignon en noches de champán y rosas. En tanto, de los 20 millones de habitantes de ese gigante urbano al menos un 30 por ciento viven como inmigrantes ilegales en su propio país.

Decía Napoleón que el día en que China despertase el mundo temblaría. Pues llegó la hora, se desperezó el coloso. Asombra que en menos de 15 años, en Shanghái hayan levantado un conjunto de rascacielos como el Pudong, un Nueva York orgulloso surgido en lo que hasta hace poco era predio de la nada. Al anochecer, desde el paseo del Bund o en el barco que surca el río Huangpu uno hace esfuerzos por guardar en la memoria el retrato de ese extraordinario paisaje de ladrillo y colores.

En Shanghái me dio un masaje una profesional ciega. No es asunto de mayor relieve, pues allí esa es tarea en buena medida desempeñada por personas invidentes. Estuvimos rodando en un mercado de grillos, ruidoso y febril, como un parquet tradicional, como un escenario de la otra City. Los grillos son muy apreciados como mascotas, pero lo que de verdad le da pujanza al mercado es el tráfico de bichejos para peleas, tan populares en China como en otros sitios las disputas de perros o de gallos. Una vendedora nos dijo que la vida del vendedor de grillos de pelea es muy dura, que ella se levanta a las cinco de la mañana, tiene que ensayar con los insectos en casa y después ir a recoger a los bichos que le son enviados en tren desde otra provincia. Bueno, pero si de animales he de hablar, dejadme, caramba, que lo haga de las serpientes. Los restaurantes chinos auténticos son limpios y luminosos, lo cual no es necesariamente bueno, al menos no para un tipo con un estómago blandengue como el mío. Allí llegué yo, junto a mis compañeros de TVE, generosamente invitados por los responsables de comunicación del pabellón español de la Expo. Me asomé a la cocina, como es costumbre, para ver qué animales se ofrecían en la pecera y me di de bruces con una culebra larga, enroscada, horrorosa. Apenas pegué bocado esa noche. Tampoco comí gran cosa en los demás días de mi estancia china. Y todavía hoy no he logrado sacarme la bicha de la cabeza.

Lo que es imposible meterse en la cabeza es el Mandarín. Hay que tenerla muy despejada y muy en forma para entrar en los laberintos de esa caligrafía misteriosa. Y, desde luego, no es cosa de un rato, por muy dotado que esté uno para los idiomas, que no lo está. Como quiera que no son demasiados los chinos que saben inglés se entiende lo difícil que es entenderse y lo despierto que debe andar uno para no extraviarse por las preciosas calles del Shanghái colonial o del de nueva planta. Para lo que no tuve problemas idiomáticos es para ver en televisión el partido de la Supercopa de Europa entre el Inter de Milán y el Atlético de Madrid: el fútbol es un juego sin fronteras ni aduanas lingüísticas. A las 4 y media de la madrugada del 28 de agosto, seis horas menos en España, en mi habitación del hotel Gran Meliá yo era un tipo feliz, al que esperaba un dulce sueño.

4 Responses to “El Shanghái de los embrujos”

  1. Estupendo reportaje, Juan. Has reflejado un Shangai para mí imaginario y lo he visto tan real. Y sobre todas las cosas me creo tu satisfacción y levitación casi mística el día en que tu Atlético del alma iba subiendo gloriosamente hacia la copa europea..

    Por cierto, no te felicité ese día, poirque estaba en la playa y allí no tengo ordenador ni nada. Pero me acordé mucho de tí y me sentí alegre más por tí que por mí. Ya era hora de que los sufridos atléticos empezarais a disfrutar con el juego y los triunfos de su equipo. ¡Aúpa Atleti!…

    Un beso para tí y un achuchón para Alicia.

  2. Muy bueno el relato. Espléndido el arranque. Me ha hecho recordar los versos de una canción de Alberto Cortez que os transcribo aquí.

    Me gusta andar pero no sigo el camino,
    pues lo seguro ya no tiene misterio,
    me gusta ir con el verano muy lejos,
    pero volver donde mi madre en invierno,
    y ver los perros que jamás me olvidaron
    y los abrazos que me dan mis hermanos.

  3. CUANDO VEO ESPAÑOLES POR EL MUNDO ME PREGUNTO ¿QUE COÑO HAGO AQUÍ? (dice un grupo del FACEBOOK)
    Pero a todos, nos gusta viajar; o queremos viajar, o soñamos con viajar. Algunos, pueden, otros están obligados por el trabajo.
    Y todos viajamos con la imaginación cuando leemos algo que nos llena.
    Voy a por el seguro de viaje. Ciao

  4. Cuando yo era pequeño mi madre preparaba los flanes a partir de una receta china. Flan Chino Mandarín, que venían presentados en una caja con el dibujo de un señor exótico de cara amarilla, ojos rasgados y pelo negro con coleta, que vendían en el ultramarinos de abajo. Ese fue mi primer contacto con los chinos.
    Ahora voy al ultramarinos, que tiene cámara de vigilancia, y me atiende alguien que podría ser el nieto de ese señor. Pero ya no encuentro los famosos flanes Mandarín que tan bien preparaba mi madre.

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