Las historias de Juan Luis Cebrián

juan_luis_cebrian_grandeHe leído con gusto y atención “Primera página”, el libro de memorias periodísticas de Juan Luis Cebrián, un personaje caído en desgracia en la opinión pública y publicada progresista, pues en la conservadora nunca se le quiso ni bien ni mal. Fue el tipo más odiado después de Polanco, cuando no a la par, entre los lectores de ABC, los oyentes de COPE y otros medios más templados. Yo mismo lo tengo entre mis demonios antes que entre mis santos y he escrito de él cosas subidas de tono como esta: “La muerte de Polanco fue el momento en que arranca la decadencia de “El País”, con el encumbramiento en solitario de Juan Luis Cebrián, sin duda el personaje más siniestro del periodismo español contemporáneo, habiéndolos de tanto fuste en la perversidad y el matonismo.  Quizá en los últimos setenta años solo haya rayado en bajeza con él Emilio Romero, que fue el recadero periodístico del franquismo, maestro del propio Cebrián, con mejor pluma, aunque sin Academia”. Dicho esto está dicho mucho, pero no todo. Cebrián no me gustaba antes, ni me gusta después de leer su libro. Pero el libro me ha gustado. Por varias cosas: porque relata interioridades y momentos relevantes de la Transición, un periodo histórico sobre el que yo mismo he escrito, y porque me permite acercarme por dentro a “El País”, un medio que es un mito, el gran mito periodístico de la democracia. Naturalmente, penetro en el periódico que me muestra Cebrián, pero la suya es una versión tan autorizada como importante, parcial también, claro está. Lo primero que siente uno leyendo “Primera página” es envidia. No ya por ser el director de ese gran artefacto, pues hasta en los sueños retrospectivos conviene ser moderado, sino por no haber formado parte de su plantilla en los primeros tiempos heroicos o en los dorados que siguieron. Cuando llegué a la facultad, en el 79, casi todos los aspirantes a periodistas queríamos trabajar en el diario de Miguel Yuste.

Cebrián cuenta cosas de mucho fundamento y enjundia, traza un relato de época a través de su propia vivencia periodística. Juan Luis era hijo de Vicente Cebrián, personaje influyente en la prensa franquista, lo que le permitió con menos de 20 años ser redactor jefe de “Pueblo” y más tarde subdirector de “Informaciones” y director de los informativos de TVE en las postrimerías del franquismo, con Arias Navarro en la presidencia del Gobierno, tras el asesinato de Carrero Blanco. Con 31 años se convirtió en el primer director de “El País”, cargo en el que permaneció durante 12 años, antes de pasar a ocupar el puesto de consejero delegado de PRISA. A través de esa plataforma privilegiada, el periodista conoce las tramas y entramados de la política española, a sus protagonistas y a los grandes personajes de la vida social y cultural de nuestro país y de otras naciones, especialmente las hispanoamericanas. Son esas experiencias profesionales las que hacen interesantes y por momentos apasionante el libro. Un momento culminante, la tarde del 23 f del 81 cuando El País decide sacar una edición especial. Cebrián, dice, llamó a Pedro J Ramírez, director de “Diario 16”.

  • Vamos a sacar una edición especial, Pedro, y me gustaría que lo hicierais vosotros también.
  • Pedro J -cuenta Cebrián- se resistió alegando entre titubeos, un gesto habitual en él, que le resultaba imposible hacer una cosa así porque no tenía equipo suficiente.
  • Vosotros sois un gran periódico y tenéis muchos más medios -habría replicado Pedro J.
  • Tú lo que tienes es miedo -le contestó Cebrián. No es que no tengas medios, es que no tienes huevos.
  • (Por cierto, que aunque nada dice al respecto Cebrián, e independientemente de “titubeos”, el periódico de Pedro J, “Diario 16”, sacó una edición horas después de la entrada de Tejero en el Congreso).

 

descargaEn el libro de Cebrián hay momentos que se me antojan hilarantes: “A pesar de las muy fuertes discusiones que mantuve con Polanco, los dos éramos conscientes de que pretendíamos lo mismo: el éxito de nuestra empresa y la institucionalización del periódico. No había ningún asomo de ambición personal, política o económica, por parte de ninguno”.

A la prosa de Cebrián le falta relieve, siempre ha sido plana y sigue siéndolo, pero ello no va necesariamente en detrimento de la historia. Él valora en el libro a quienes están dotados de esa gracia sintáctica, de Umbral a Martín Prieto, si bien es rácano en los adjetivos ponderativos, cuando no despectivo. No endiosa a nadie, ni siquiera a Polanco, y si hubiera que destacar a un gran personaje de ese tiempo sería el propio Cebrián, casi nunca por alusiones, pero sí por elusiones y a través de sobreentendidos. Con todo, tiene algo de autocrítica y no se pinta como un hombre puro, pero tampoco era imaginable que se flagelara en público. El libro es ameno, recomendable para quienes estén interesados en nuestra historia reciente y en la peripecia del diario “El País”. Yo lo he leído, me ha gustado y dejo constancia.

Carta de amor a Pancracio. Colaboración especial de doña Perfecta

thumbnail_ascensor José AntonioQuerido Pancracio,

                      Un amigo travieso (más suyo que mío, pero mío también), un malvado benigno si la contradicción procede (la contradicción se llama ahora oxímoron, ya ve usted), me pide que invente una carta de amor para entretenernos un poco hasta que llegue la lotería, que es como una tanda de penalties. Si una cosa es como la otra, supongo yo que esa otra cosa será como la una. Para entretenernos a su costa, claro. Si es tan amigo suyo como parece, y siendo persona de influencia, ya podía haberle buscado un puestecito en el Parque de Atracciones, o en el Teatro Real, o en el mismo Congreso. Un primo mio está de ujier en el Congreso y gana un dinerito, amén de los favores que uno puede sacar de allí. Un político conocido le regaló a mi primo ropa usada para toda la familia, ropa buena, y también le pasa unas botellitas por Navidad, que a él le sobran. Dice que si él, o sus colegas, se bebieran todo lo que les mandan, los presupuestos generales olerían a alcohol y los decretos ley no podrían leerse a partir de la segunda o tercera línea.

Y a lo que voy, creo que su amigo debería haberse esforzado un poco y movido algunos hilos para sacarle a usted del ascensor, que por poco desmantelan el ascensor con usted dentro. Hay empleos peores, me consta, pero incluso en las minas, siendo tan duras hay variedad, incluyendo sus propios ascensores. Si es usted timido, como sospeché desde un principio, podía haber optado por el cine, se me ocurre así de pronto. Los viajes en ascensor son un calvario para los viajantes (lo dicen los psicólogos y hasta los psiquiátras y se ha escrito mucho). Nos miramos los pies, miramos al techo, hurgamos en los bolsos las mujeres… También tuvo que serlo para usted, Pancracio, rodeado de mujeres hermosas unas veces; de vagabundos y zarrapastrosos, otras. De dandies, de maleducados, de niños llorones, de gordas, de curas con olores centenarios ¿A dónde miraba usted cuando se encontraba a tres o cuatro centímetros de unas tetas aparatosas, de un culo dulce? Tuvo que ser muy difícil.

Pancracio

Pancracio

De un tiempo acá no hay que preocuparse de eso, que ya están los móviles para que tengamos a donde mirar en caso de no querer mirar ni de reojo a otro ser humano, que es de lo que se trata. De haber existido entonces los móviles, no hubiera podido usted tener esa ayuda, porque no puede estar uno en dos paneles de botones a la vez.

A usted sí que le han tenido que mirar de reojo, y no tan de reojo, millones de veces, porque un hombre de su porte no pasa desapercidibo. A mi no se me escapó su galanura cuando me subí por primera vez rumbo a Sepu, en donde decían que debía comprar la gente que calculaba. Como yo no soy calculadora, precisamente, me senté, llegados a la superficie de la avenida, en un banco, y decidí que en lugar de meterme en Sepu me metería en Galerías Preciados, donde una leyenda urbana (que tampoco entonces se llamaban así) hablaba de una joven dependienta en cuyo moño, cardado y rociado con laca para un mes, anidó una araña venenosa. Como esa clase de moños nunca se peinaban, sino que se recomponían por las mañanas con más laca (duraban meses, ya digo), la araña empezó a comerse la piel, el hueso y al fin el cerebro de la infeliz hasta que la mató. Dicen que, en su agonía, ella sólo acertaba a reconocer que por las noches, el cuero cabelludo le picaba mucho.

Un tímido como usted, vuelvo a lo importante, habría sido un excelente acomodador (a eso me refería con lo del cine, que igual ha sonado a otra cosa). Un acomodador no tiene que mirar a nadie, ni siquiera a los clientes. Ellos van con las entradas en la mano, y el acomodador las mira una vez. Después, mira a lo lejos con determinación, que para eso se sabe el pasillo y las filas de memoria, y baja, de un porrazo seco y con más determinación aún, las partes de las butacas destinadas al culo. Imposible reconocer a ningún acomodador, ni dentro ni fuera del cine. Imposible un empleo mejor para alguien que, lo sé de buena tinta, soñaba con la creación artística, con la ficción, la literatura, los relatos. A una película diaria, que entonces ponían más, se habría jubilado usted con un mínimo de trescientas películas al año, lo que en una vida laboral sin sobresaltos, como ha sido la suya, arroja una cifra de 13.500 películas. A ver quien es el guapo, quiero decir el crítico (se puede ser ambas cosas, por cierto) que se ha metido para el cuerpo tantísimo cine.

En fin, Pancracio, que me voy de disgresión en disgresión y no acabamos. Quiero decirle algo importante, apuntado ya varias líneas más arriba: todas esas subidas y bajadas de los andenes a la superficie y de la superficie a los andenes, han valido la pena, querido y zarandeado ascensorista de mi sabrosa juventud. Porque sí, el alcahuete que me ha traído aquí será lo que sea, pero no es tonto. Sabe que le amo a usted silenciosa y largamente. Que nunca me ha escocido, ni atormentado ni quemado las venas ese amor, como dicen que pasa en las coplas de Quintero-León-Quiroga, tan del gusto de mis padres. Ha sido, y es, un amor pacifico, balsámico, terapéutico, y no sigo poniendo esdrújulas porque me va a quedar la confesión algo atropellada y tartamuda. Ha sido el mío por usted un amor hidratante, casi en spray. Un amor sencillo, un amor blanco.

Una apostilla fundamental: no he tenido que inventar nada. Sería incapaz de inventar una carta de amor. Si me permite un chistecillo verde, diré que, lamentablemente, ha sido un amor demasiado vertical, con lo mucho que conviene a los amores algunos ratos de horizontalidad. Pero quién sabe si esos ratos de darse en nuestra todavía lozana madurez, se llevarían  por delante lo balsámico, lo pacifico, lo hidratante y lo blanco. Quién sabe tantas cosas…

Tan suya como entonces

D.P.

Soledades. Colaboración especial de Macaón

                                    images “Hoy que la soledad es la última forma del amor”.

                                                                                          Joan Margarit                                                                                                                           

 

Bien asentado está el que no se siente solo en su soledad. Es cosa sólo humana repeler la colectiva alma hasta alcanzar los gozos del escondite. ¿Hay que abrazar o exorcizar al extrañado? ¡La sosegada, dulce y amigable soledad! Libre y traviesa. ¿Por qué oigo que la soledad trastorna al hombre? Toda persona prudente y juiciosa debe saber vivir sin necesidad de nadie y estar preparada para cualquier contingencia. Siempre existe cierta grandeza en la soledad. Vivir solo significa vivir sin pedir disculpas ni recibir reproches (no sé que tengo, ni ganas de pensar en ello, que atraigo el regaño ajeno, seguro que agonizo y el médico me riñe por no morirme como debo). El reproche propio entretiene, pero el ajeno humilla. Además en soledad nadie tiene que soportar mis muecas ni mis espasmos, y eso relaja. ¿Duele la soledad? ¿En el mesenterio, en la andorga, en los molares? Simplemente hay que convertir el alma en cristal de roca. Puede suceder que en ocasiones la soledad sea como tener una gaviota atragantada, pero a cambio permite el grito insubordinado, el estornudo santo, el pletórico sudor. En soledad se aprende a dialogar con las nubes, el mar, los vientos, los pájaros, y sobre todo con el silencio: aunque a veces puede decirte cosas desagradables. La soledad es limpia, higiénica, ni se contagia, ni contamina. Soledad sonora, sin dioses, patrias ni banderas. No hay que temer a los ruidos de la noche, son del aire entre las cosas. Se puede ser solitario como serpiente vieja y no sufrir pavuras a los ecos de las sombras. Hay que saber que todo lo que atemoriza tiembla a la vez y que el rubor de la rosa no significa nada, que la anochecida no palpa, ni la piedra calva gime. Saber que la soledad (no el abandono) no es ningún naufragio agonizante, ni el solitario ningún divorciado de la vida viva con sus delirios amorosos. Y si acaso te aproxima a la medianoche existe la posibilidad de volverse fantasma de uno mismo. Todo se resume en procurar que el vacío sea lo más entretenido posible. Alguna renuncia, un leve naufragio, prensar el alma y beber su jugo, la fiel lámpara encendida, la complejidad de no ser complejo. Lo doloroso se encuentra en la soledad en compañía de  multitud: la llaman soledad del charco. En verdad la soledad es una conquista metafísica, porque nunca estamos realmente solos, sino que ha de llegar a hacer soledad dentro de sí. ¿Quién no le debe algo, o mucho, a la soledad, sea de noche sea de día? Y no existe más diferencia entre vivir solo o en  compañía: igual te irritas, ríes, gimes, cantas o desesperas. Muchos son los que se refugian en ese invento de la vida social, prefieren soportar a los demás antes que soportarse a sí mismo. Siempre hay quien se aburre de su propia sombra. Creo que me arrojaré el esqueleto a la espalda y buscaré algún murciélago fugado, son muy difíciles de conseguir pero proporcionan lo que necesito, por lo  demás siempre estarán los espacios  con sus esencias, siempre estarán los ocurrentes caminos, el pensamiento en lo mucho (o en la nada). ¿Y qué hombre no está solo en el corazón de las tinieblas? Recordar que se nace y se muere sólo.

Todo es absolutamente relativo

Gainza, mítico delantero del Athletic club de Bilbao

Gainza, mítico delantero del Athletic club de Bilbao

Amo las paradojas casi tanto como detesto las frases hechas. Siempre sospeché que la vida era paradójica, ahora empiezo a creer que tal vez sea simplemente absurda. No todo es relativo, en absoluto, aunque lo sean las oraciones de relativo y el propio Einstein. Mi problema es que no tengo solución. Hasta aquí he llegado sin resolverme, a veces creí ponerme en limpio, pero era un espejismo. Sin solución no hay problema, desde luego, y sin problema ni siquiera yo soy yo. De pronto me suena rara la palabra yo. ¿Yo? Ése quizá sea soy yo y, sin embargo, qué raro el término: Yo. Sobre estas dos letras levanté mi imperio. Aquí gocé, sufrí, soñé. Yo. He hecho gimnasia en los barrotes de esa “y griega” y ahora veo con desencanto que el globo se desinfla.

 

No nací con el cine. Crecí con “Carrusel Deportivo”, tengo los oídos repletos de goles y una adolescencia de novias fantasma. Por entonces mi pasión por la escritura sólo era superado por otra tan comprensiblemente infantil como la del fútbol. A cualquier carrera literaria hubiera renunciado gustoso si los dioses me hubieran dotado para correr por la banda como Gainza, el fantástico gamo de Dublín. La velocidad la he aplicado con el tiempo a mi carrera literaria, donde no he llegado a ser el Gainza que soñé, pero me he desenvuelto con cierta frescura y gracia.

 

Mis primeros escarceos con la prosa resultaron fallidos, y no porque me faltara imaginación o careciera de ideas narrativas sino por mi escaso conocimiento del callejero de Madrid. A un niño de Oviedo como yo, apenas le eran familiares algunas calles de la capital. En realidad, yo sólo conocía la arteria de Joaquín Costa. No sé de dónde arrancaría ese saber tangencial, pero el caso es que no me sonaba más que Joaquín Costa, y no consulté con nadie, tal vez por un incipiente orgullo o por miedo a hacer el ridículo. Fuese como fuese, como quería que mis historias se desarrollaran en Madrid y a falta de un mejor conocimiento del callejero, colocaba a los personajes de la novela en Joaquín Costa y en seguida se me salían, lo que me obligaba a terminar el relato. Y así una y otra vez, en uno y otro intento fallido. Ahora comprendo que la cosa sucedía por falta de técnica narrativa y de cultura literaria, porque me hubiera bastado con recurrir a la morosidad proustiana para escribir no ya una novela sino una saga ubicada en la calle del ilustre regeneracionista sin que los personajes se escaparan. El caso es que yo por entonces escribía con la velocidad con que el gamo de Dublín corría la banda, por lo que una historia no me daba para más de cuatro o cinco hojas de libreta, y eso si antes no me quedaba en fuera de juego.

La tristeza del domingo

El domingo no es exactamente un día y encierra por lo menos dos domingos: el primero alcanza su plenitud cuando los bares y los paseos rebosan de gente vitalista. “Centro en aquel instante/ de tanto alrededor/dije: Todo completo. ¡Las doce en el reloj!” (Guillén). El segundo, el enconadamente domingo, es el que llega conforme cae la tarde, ese kilómetro cero de la tristeza donde uno no sabe muy bien qué hacer ni para qué. La sombra melancólica del domingo, una criatura que lleva en sus entrañas el infortunio del lunes, es un espantajo que cada cual va aplazando a su modo. Los aficionados al fútbol se hacen la ilusión de que un partido puede ser su tabla de salvación. Los hay que acuden al cine o al teatro, o a tomarse un chocolate con tortitas con nata. Pero el partido, la película, las tortitas se acaban y el domingo, cada vez más corto, pero no menos cruel, acecha. Es el final del ciclo, la venganza del calendario. Hay quienes sienten tanto pavor al domingo que tal vez disfrutan la isla prodigiosa del viernes, pero empiezan a sentir el sábado noche la desazón, que es presagio, de una fecha maldita para la que no existe escapatoria, a menos que uno esté jubilado, laboralmente muerto, y no viva en una semana con días sino en el limbo de los almanaques. Con el tiempo vamos aprendiendo a resistir esa calamidad a fecha fija, pero cualquiera que no haya sido derrotado por la memoria guarda una colección de tardes de domingo en las que lo raro fue haber sobrevivido en el corazón de la desdicha.alc09

Buero Vallejo: un centenario en el olvido

Antonio Buero Vallejo

Antonio Buero Vallejo

Mi amigo Luis Eduardo Siles celebra el teatro como una fiesta permanente. Como en tantas cosas nos parecemos también en esa. La otra noche, mientras esperábamos a que se abriera el telón de “Escuadra hacia la muerte”, en el María Guerrero, me comentó: “He soñado que tú y yo repentinamente ganábamos mucho dinero y que lo dedicábamos a montar una obra de Buero Vallejo”. No sería mal destino el de ese dinero que no tenemos. Yo ni en sueños.

Lo cierto es que ambos llevamos algún tiempo lamentando y preguntándonos cómo es posible que en el centenario de Antonio Buero Vallejo no haya ninguna obra suya en los escenarios. Esa misma queja, suave, respetuosa y apagada, se la he leído a su viuda, la actriz Victoria Rodríguez, que anda por los ochenta. Buero salía en mi libro de COU junto con Lorca, Valle y Mihura y otros colosos de la escena. Cuando llegué a Madrid, en el 79, asistí a la representación de su obra “Jueces en la noche” en el Teatro Lara. Y apenas unas semanas más tarde, dado que yo era un buscador irresistible de la gloria en los periódicos conseguí que Emilio Romero me enviara a hacer una entrevista a Buero. De manera que allí estaba yo de pronto, en un mediodía remoto e impensable, en su casa burguesa del barrio de Salamanca cara a cara con una figura impresa en los libros de texto, que era tanto o más que salir en los billetes de mil pesetas. Yo me recuerdo pedante hasta el empacho, preguntándole por teatrófilos y teatrófobos, y a él educado y parsimonioso, pegado a su pipa de hombre sin prisas, de pensador sereno.

Saco a colación el recuerdo personal porque estoy convencido de que las anécdotas vividas “en primera persona”, como tan cansina y ridículamente se dice ahora, pueden servir para impregnar a la escritura de más autenticidad, o al menos de más gancho, pero la gracia o el drama no está en que yo entrevistara a mis 18 a Buero, sino en que sus cien estén pasando inadvertidos, sin que nadie encuentre un texto, un pretexto, un reparto, un teatro para llevar a las tablas alguna de las grandes obras de este autor, que fue clásico en vida. No sé si los estudiantes seguirán teniendo a Buero en sus temarios, pero lo que no es de recibo es que ninguna de sus obras esté en los escenarios. Qué menos que en este 2016 se hubieran puesto en pie montajes como “La fundación”, “El concierto de San Ovidio” o “El tragaluz”.

Victoria Rodríguez

Victoria Rodríguez, viuda de Buero

Pareciera una ironía, que a él le sacaría una sonrisa más socarrona que amarga, que en este centenario de Buero quien tenga una obra en el Teatro María Guerrero sea Alfonso Sastre que fue su eterno rival, su cordial, o no tanto, enemigo en el modo de entender el hecho teatral durante el franquismo. Buero fue un posibilista, empeñado en medirse a la censura y llegar hasta donde fuese posible en su denuncia y crítica de la situación, en tanto que Sastre propugnaba un teatro escrito como si no existiese la censura, aun a riesgo cierto de no ser representado. A propósito escribió Buero: “Cuando yo critico el imposibilismo y recomiendo la posibilitación, no predico acomodaciones; propugno la necesidad de un teatro difícil y resuelto a expresarse con la mayor holgura, pero que no sólo debe escribirse, sino estrenarse. Un teatro, pues, “en situación”, lo más arriesgado posible, pero no temerario”.

La obra de Sastre, “Escuadra hacia la muerte”, que puede verse en el Teatro María Guerrero es magnífica. De ella hablaré en otro momento.

Sublime Raphael. Colaboración especial de Luis Eduardo Siles

00-000858IRaphael ante 10.200 personas en el Palacio de Deportes de Madrid. Lleno. Lleva 55 años sobre el escenario. El público entregado… Escándalo. Chás, chás, chás, chás, escándalo, esto es un escándalo, y ahí está Raphael, sí, de negro, artista, como siempre, como nunca, es aquel, sigue siendo aquel, por él no ha pasado el tiempo, ni las enfermedades, ha pasado el público, ahora lo aclaman y lo siguen los hijos y los nietos de sus primeros fans, pero Raphael, eterno, es aquel, el que te eeespera, el que te amaaa. Una buena canción es el recuerdo de un instante, de una persona, de un momento. Ahí está Raphael, decía, como el primer día que lo vi en un concierto, en el teatro Monumental de Madrid, donde pusieron uno de esos grandes carteles de los que antes se colgaban en las fachadas de los teatros y de los cines de Madrid, RAPHAEL, rodeado de luces amarillas, en el Monumental estuvo mucho tiempo Raphael, y el concierto lo anunciaban en un faldón del diario ‘Pueblo’ de Emilio Romero, a veces en las páginas de Deportes, debajo del artículo de Miguel Ors o de Pedro Escartín. O aquella noche de 1969 de Galas del Sábado que paralizó España, Laura Valenzuela y Joaquín Prat, y después de mucha espera, de muchos teloneros, Raphael apareció en la pantalla de la tele en blanco y negro desde lo alto de unas escaleras, cantando, el camino que lleva a Belén, prorropómpóm, porque casi era Navidad… Y ese capote de torero que cogió en la aldea de El Rocío y se puso a torear sobre el escenario, con mucho arte, Raphael es andaluz, en junio de 2009, con miles de sillas cubiertas y mucho público de pie. Porque Raphael es de todos. Del devoto del Rocío y de la alta “sosiedad”. Qué escándalo.

Pero vuelvo al concierto de este viernes en Madrid. No es el teatro Monumental, ni El Rocío, ni están Laura Valenzuela ni Joaquín Prat, sino Juan Antonio Tirado, que es Joaquín Prat a su manera. Y nadie lo dudó. Era una gran noche. Sobre Raphael han pasado los años, pero no sobre su música –que es eterna-, ni sobre su voz, ni sobre su capacidad artística. Nadie llena conciertos durante 55 años a decenas de miles de personas si no es un genio. No un talento. Un genio. Raphael ha vendido estilo. Pero sobretodo ha vendido voz. Es un cantante sublime. Voz y estilo. Y su música se coló en nuestras vidas desde una radio remota de nuestra infancia.  El triunfo de Raphael es el triunfo de la familiaridad. Es uno más de la familia. Por eso, cuando en un concierto suena uno de sus temas clásicos, él calla, la orquesta toca, y el público canta.

Sus últimos temas se han hecho intimistas y reflexivos. Y llevan dentro la melancolía del paso del tiempo y de las heridas de la vida. “Yo pasé de la niñez a mis asuntos”. O ese otro tema que

Luis Eduardo Siles

Luis Eduardo Siles

habla de la soledad del artista tras los aplausos. La copa de gin tonic que va al suelo y no a la garganta. O ese espejo que Raphael rompe con furia lanzándole un taburete. Porque Rapahael, sí, ha sido siempre un transgresor desde dentro, hasta que el espejo se ha hecho añicos y los cristales se han quedado esparcidos por el suelo. Cristales rotos.

Y ahí se queda Raphael, después de casi tres inolvidables horas de música, aclamado, aplaudido, bendecido, en otra gran noche, fue una gran noche, Raphael siempre, único, ahora y en los recuerdos, en la memoria, maravilloso corazón, maravilloso, ¿te acuerdas?

 

Cuídense de William Hill

balónAprovecho que el Támesis de las apuestas mafiosas del tenis pasa por la BBC para relatarles mi cuento. Soy hombre de natural recatado, tirando a timorato, lo que me hace poco proclive a jugarme esposa, hija y casa al póker, aun así tengo mi corazoncito de azar y un cierto gusto, que es regusto, pronosticador. Tales cosas me llevaron la temporada de liga pasada a probar suerte en una de las grandes casas de apuestas, concretamente en William Hill. Me acogí a una oferta, según la cual si invertía 100 euros la casa me regalaba otros 100. Y de este modo comencé a hacer mis cautelosas apuestas, rara vez más de diez euros, casi siempre relacionadas con el Atlético de Madrid: que si ganaba, lo que daba por descontado; que si el primer gol lo conseguía Koke, que si marcaba antes del minuto diez de la primera parte, que si ganando no marcaba hasta el segundo tiempo, aproximadamente etcétera. Como no eran pronósticos arriesgados y como el Atlético ganaba más que perdía, fui consiguiendo unas modestas cifras. A veces un paso atrás, pero moviéndome en la zona próspera. Hasta que llegó el gran día. Partido Atlético de Madrid- Real Madrid en el Calderón. Lógicamente, di por vencedores a los rojiblancos, pero además hice otra apuesta a que el encuentro terminaba 4- 0 y una tercera a que marcaba algún gol Mandzukic. Salió calcado. A cinco minutos del final marcó Mandzukic, de modo que hice pleno. Había apostado modestas cantidades: 10, 5 y 2 euros respectivamente. Aun así gané casi 300 euros. Calculen el gozo por la paliza al eterno rival y el añadido de la ganancia en las apuestas. Es de no contar.

Fui cuadrando las apuestas de manera que terminé la temporada justo con 300 euros a mi favor. Y fue ese el momento en que decidí recuperarlos. Algo me hacía presentir que me regatearían cien euros: los que me regalaron de entrada. Podía entenderse que era un préstamo para jugar. Pero no ocurrió así, sino que ateniéndose a no se sabe que recóndita y leonina cláusula, según la cual tenía que haber hecho no sé qué número de movimientos, se negaron a reembolsarme mi dinero. Mail va, mail viene. Amenaza de ir a los tribunales y ellos que se la trae al fresco. Como quiera que mi mujer es abogada, y no me cuesta nada meterme en pleitos, decido hacerlo, más que nada por la rabia y la impotencia que da un timo que supone un fraude y un engaño al niño que es uno y que es quien jugaba a la cosa. Pero como los asuntos de juzgados van despacio, hartos ya de idas y venidas, de papeleos y zarandajas, a la altura de julio decidimos abandonar el empeño, perder el pulso y no seguir envenenándonos con asunto tan lamentable. Echen un vistazo en Internet y verán que tanto William Hill como otras casas gemelas están llenas de quejas y denuncias por lo que es una constante tomadura de pelo, un engaño consentido. Estas marcas de apuestas están radicadas en Gibraltar y en otros puntos sin ley y son las que alimentan en buena medida a los programas deportivos, en lo que es un inmenso engaño masivo. Que las apuestas llevan en sí mismas un grado de adulteración de las competiciones me parece evidente. Que sea territorio de las mafias internacionales, como parece que ha ocurrido en el tenis, tampoco me extraña. Modestamente, y en lo poco que yo puedo hacer al respecto, recomiendo a mis amigos lectores y a sus conocidos que no caigan en la tentación de darles un euro a esta gente. Sé de lo que hablo. Al menos, sé que William Hill no toca, sino que mancha todo lo que toca. Ese era el cuento del día.

Quítense el hiyab con Houellebecq

Michel Houellebecq

Michel Houellebecq

Hoy quiero comentar y compartir mi gusto por una novela que acabo de leer. Se titula Sumisión y está firmada por un escritor francés raro, polémico y con muchos atributos literarios, llamado Michel Houellebecq. Está considerado una “star literaria”, lo publicitan como la mayor después de Sartre, ya saben que los franceses adoran a sus grandes autores, los celebran como un fruto natural y envidiable de la francofonía. Ni contarles quiero lo lejos que estamos en España de caer en semejante y admirable pecado de francesía.

A Houellebecq le persigue la polémica, que a él le resulta, supongo, grata, y de hecho esta novela apareció con el sello del escándalo, pues el día previsto para su presentación París amaneció con el ataque criminal contra la revista satírica Charlie Hebdo, con la firma de un grupo terrorista islamista. Es posible establecer alguna relación entre estos hechos y el libro, pero solo lateral y meramente temática, nunca de intención ni significado. Uno podía suponer que fuese una novela en algún sentido panfletaria, dado el carácter de enfant terrible de Houellebecq (H), pero aparten de la cabeza ese prejuicio. Rien de rien.

SuEs una historia desarrollada en 2022 en Francia, cuando tras ganar el Frente Nacional la primera vuelta de las elecciones presidenciales, se unen para la segunda vuelta el Partido Islámico Moderado y el Partido Socialista para evitar el triunfo de los ultraderechistas. Los islámicos forman gobierno, con el apoyo socialista, y desarrollan un progresivo programa de islamización de la sociedad francesa. Desde la prudencia y un gran sentido de Estado, el Partido Islámico Moderado va cambiando radicalmente la cara del país, sin que se produzcan enfrentamientos ni revueltas ciudadanas contra lo que es un resultado natural, y para la mayoría deseable, de la voluntad emanada de las urnas. La novela puede considerarse una distopía, pero no en el sentido de las denuncias formuladas en 1984 o Un mundo feliz, sino como una radiografía de un mundo posible en una Europa decadente que ha abdicado de creencias e ideales comunes para ubicarse en un individualismo hedonista y a la postre desencantado. El islamismo es una posibilidad atractiva, como podría serlo el catolicismo o alguna otra forma de fe o afirmación colectiva.

No les cuento más. En realidad, más allá de la sugestión argumental, la novela permite muchas lecturas, la que yo he apuntado es solo una entre las múltiples posibles. Y, sobre todo, Sumisión es un prodigio de escritura, de prosa tan sencilla como cargada de relieve. Un libro breve, pero que se hace mucho más corto de lo que es. Chapeau, monsieur Houllebecq.

El último hurra. Colaboración especial de Pedro Soler

aaadebateLa curiosa escena de los anfitriones del “último debate” intentando proteger a sus invitados de una lluvia intempestiva solo fue una alegoría de lo que sucedería media hora más tarde en un debate que no sabemos cuánto será de decisivo. Los “dos pesos pesados” de lo que sus oponentes llaman la vieja política no tenían que mojarse porque ya venían empapados por sus propias goteras y solo se trataba de ver quién podía salpicar más al otro, pisar menos charcos y, llegado el caso, embarrarlo todo para salir airosos de un enfrentamiento que los dos tenían más perdido que ganado antes de salir al terreno de juego.

La comunicación política es caprichosa. Llevábamos décadas acostumbrados a considerar los debates como un regalo de los gobernantes, como un hito de nuestra imperfecta democracia en la que los asesores ejercían de prohombres de la política, imponiendo sus propias reglas a los medios de comunicación: desde la altura de la mesa, hasta la temperatura del estudio o el tamaño de los planos de sus protegidos. Todo era válido con tal de exhibir el sacrosanto y lucrativo debate de unos candidatos dispuestos a interpretar cualquier papel con tal de poder emular los prototipos de “el ala oeste de la Casa Blanca” para instalarse durante unos años en la Moncloa.

Pedro Soler

Pedro Soler

Pero las viejas reglas se han hecho añicos desde el momento en que los espectadores han tenido oportunidad de comparar, no sólo candidatos, sino también formatos. La política espectáculo arraigada durante décadas en EE.UU. ha irrumpido como un nuevo género televisivo en nuestro país, para entretenimiento de los espectadores y, sobre todo, para deleite económico de las cadenas que han alcanzado con la telecracia cotas de audiencia equiparables a sus mejores producciones televisivas.

La primera regla de la comunicación política: “combatir el aburrimiento”, se ha ensayado con éxito gracias a la irrupción de unos nuevos actores emergentes, que en su calidad de secundarios, interpretaron con acierto el guión de unos nuevos cara a cara, primero de modo informal en una cafetería, más adelante a través de Internet, luego a cuerpo descubierto con los dos representantes del convencional bipartidismo, pero en un formato novedoso que permitía al espectador atiborrarse de todos los detalles gestuales de los candidatos, esos que según los expertos en comunicación no verbal calan mucho más que sus mensajes en los posibles votantes.

Con estos antecedentes, el formato del cara a cara entre Rajoy y Sánchez estaba abocado a un presumible fracaso. No se trataba de innovar reduciendo el tamaño de la mesita, que aderezada con la presencia del moderador invitaba a una partidita de cartas. La propia escenografía, con un fondo aséptico, llevado al extremo de blanco inmaculado, parecía pensado para orquestar por detrás de los candidatos toda una galería de memes en las redes sociales. O una sintonía que parecía inspirada en los cómicos capítulos de “españoles por el tiempo”.

Y es que el tiempo no perdona. Un gran comunicador, como Manuel Campo Vidal, habrá tomado nota de la facilidad con la que una fórmula consagrada puede convertirse en esperpento si hasta el propio esperpento se convierte en una moda.

Moderar un cara a cara no es tema menor, sobre todo cuando estás compitiendo con formatos exitosos. Pero el riesgo del ridículo se podía haber minimizado separando al moderador de ese enfrentamiento, cantado de antemano, y colocándolo, por ejemplo, en la posición del director de orquesta prudentemente distanciado y al que solo se le enfoca cuando es estrictamente necesario.

Poco importa ya quién ganó o quién perdió este debate, si la acritud de Sánchez le restó o no estatura de estadista, si la imagen de Rajoy podía compararse con la de aquel Nixon cansado frente a un Kennedy más bronceado o si, por el contrario, emulaba a un Reagan que a una edad vetusta afirmó en otro debate no querer aprovecharse de la inexperiencia de su contrincante. Poco importa, porque lo cierto es que el propio formato de este cara a cara ya es historia, y con él, unos participantes que, visto lo visto, parecían estar entonando el último hurra.

Pedro Soler es periodista e investigador en comunicación audiovisual. @psolertv